Clímax (1): La circulación de los excesos

En el más breve ensayo del reciente Adiós al cine, bienvenida la cinefilia (Monte Hermoso, 2018), Jonathan Rosenbaum postula el ejemplo de dos películas que alcanzan tan tempranamente su máximo nivel de intensidad, que las siguientes escenas solo pueden remitir a ese momento. Se trata de The Magnificent Ambersons (Orson Welles, 1942) y A Star is Born (George Cuckor, 1954), dos películas que, según Rosenbaum, concentran todo su potencial en dos planos secuencia que aparecen antes de alcanzar la primera media hora, o incluso desde el plano de apertura en el caso de la película de Welles.

El punto alto de Clímax, la última película de Gaspar Noé, no solo se concentra en un plano temprano cuyo nivel eclipsa el de todos los siguientes, sino que además se trata de un instante que funciona prácticamente de manera autónoma, casi aislado de lo que sucede en el resto del film. Me refiero a la comentada primera secuencia de baile que, si contamos las dos primeras escenas como una especie de prólogo, inaugura el relato.

Que Noé haga gala de su virtuosismo visual al comienzo de la película no es un gesto inesperado de su parte, pero si lo es la forma en cómo organiza la acción interna de esta escena. Si bien en películas anteriores del franco-argentino se podía reconocer cierto sentido de lo corporal, la mayoría de las veces este derivaba de sus posibilidades de degradación. La cercanía que Noé mantiene hacia personajes demacrados en planos que, de cierta manera, “jadean”, es su forma de hacernos pasar por un calvario similar al de sus protagonistas.

En Clímax, en cambio, el plano no funciona como la conclusión de un viaje tormentoso, sino como un falso anuncio de lo que podría ser un film de baile. Si la película podría llevar cómodamente el rótulo de “musical” es debido a la independencia que esta y la otra extensa escena de baile poseen. El plano es una especie de oasis en el que el virtuosismo de Noé adquiere un sentido inédito. La secuencia restringe el descontrol corporal colectivo del grupo de bailarines a los límites del cuadro, funcionando como una suerte de versión actualizada de las secuencias coreografiadas por Busby Berkeley. En el momento en que la cámara se eleva hasta terminar en una vista cenital, la imitación de las secuencias del musical clásico termina por concretarse. La diferencia es que el movimiento pasa desde la coordinación mecánica –habría que recordar las lecturas que se han hecho de los bailes de Berkeley como reflejo del automatismo social–, a la hiperfragmentación, donde la expresión individual de cada bailarín funciona como un engranaje de una especie de espasmo colectivo.

Es un plano que no solo proyecta una sombra de la que la película no puede recuperarse, sino que hasta cierto punto nos engaña al hacernos pensar que Noé podría tomar una directriz inédita con esta película. Tan pronto como el plano termina, sin embargo, nos encontramos nuevamente en un terreno familiar. En Clímax se nos presenta un grupo de baile que prepara una gira por Francia y Estados Unidos a mediados de los noventa. Después de un extenso ensayo, el grupo se queda en el recinto para celebrar una fiesta. A medida que empiezan a beber la sangría preparada por Emanuelle (Claude Gajan Maull), la directora del grupo, el comportamiento del grupo empieza a alterarse de distintas formas. El encierro y los estados alterados empiezan a transformar la fiesta en un mal viaje colectivo.

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Noé, como Von Trier en La casa que Jack construyó (2018), construye una película dirigida a un espectador que ya se encuentra familiarizado con su figura. Famoso mediáticamente por su capacidad de polemizar, en Clímax se incluyen escenas que juegan con esa expectativa, sabiendo que estamos atentos a ver qué tan lejos puede llegar en esta ocasión. Esta expectación se intensifica por la inclusión de escenas de tranquilidad que sirven para anticipar el impacto de los momentos atroces. Las entrevistas de la escena del casting, por ejemplo, muestran que la mayoría de los bailarines tienen poca experiencia con las drogas. Después, vemos que el pequeño hijo de Emanuelle se encuentra en la fiesta. Ambas escenas funcionan como un suerte de latencia: sabemos que estos inocentes encontrarán algún tipo de castigo injusto.

Las siguientes escenas se encargan de anunciar más explícitamente aquella fatalidad. Con la excusa de que se trata  de los años noventa, Noé incluye escenas de diálogo en que dos personajes conversan serenamente sobre posibles formas de forzar un encuentro sexual con alguna de sus colegas. En otra escena, el niño es encerrado por su madre en el cuarto de suministro eléctrico con la excusa de protegerlo. Si los primeros indicios de fatalidad se sugieren en la presentación de personajes, los planos que siguen ya establecen que las estructuras dramáticas de Irreversible (2002) o Enter the Void (2009) siguen ahí: esto se trata de un descenso a los infiernos, de un crescendo de atrocidades que simulan un viaje por los rincones más oscuros de la psique humana.

Como sucede con Von Trier, nuevamente, Noé parece establecer un diálogo virtual con sus críticos. Los diálogos más provocadores de Clímax sugieren que ningún intercambio casual en los noventa se sostendría bajo la lupa política de la actualidad. El director parece insinuar que ciertas conductas no serían especialmente misóginas o racistas hace 20 años. Si bien el punto de Noé podría dar para una discusión, la obscenidad y longitud de las escenas parecen indicar que subyace otra preocupación. Los noventa funcionan para Noé más que como un punto de discusión, como una especie de liberación. Al sentirse examinado, o incluso amenazado, por la “corrección política”, situarse en un contexto previo permite al director introducir comentarios de esa clase sin ser objeto de críticas, ya que esta realizando un “retrato” de la época.

Entre algunas de las voces que han celebrado la cinta, se ha destacado la vuelta de Noé a lo “sensorial”. La promesa de una película de los sentidos es, ciertamente, lo que se abre en la primera secuencia de baile, mucho más lisérgica y excitante que las que acontecen una vez que la droga se esparce en el grupo. El elemento sensorial de las siguientes escenas, en cambio, son un retorno a los propósitos del extremismo francés. Si Noé vociferaba, todavía más caricaturescamente que de costumbre, su decepción al enterarse de las buenas críticas que Clímax recibió en Cannes, es porque de alguna manera ese efecto sensorial ha disminuido. Si alguna vez Irreversible fue una película capaz generar un nivel de asco que expulsaba a la gente del cine, en Clímax se siente casi una impotencia de parte del director por no poder generar esa clase de reacciones.

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En cierta forma, el hecho de que Noé se haya convertido –en parte gracias a la prensa, en parte por su autoconstruido personaje– en un símbolo del “dolor de guata” es algo que disminuye el impacto que puedan provocar sus cintas. Si el extremismo francés podía tomarnos por sorpresa, actualmente existe un juego de complicidad al asistir al cine a ver una película suya. Si se trata de un seguidor del cineasta, se entra en un juego de placentero masoquismo. Si se trata de un detractor, la sensación de déjà-vu hace que su espectáculo se vuelva impotente. El formato de esta clase de película basada en el shock y la provocación ya tiene delimitado su sitio dentro de la circulación comercial.

Por último, uno se pregunta qué es lo que está intentando decir Noé con estos sucesivos relatos de degradación personal y colectiva. Alguien podría responder: ¿por qué una película “sensorial” como Clímax necesita estar ligada a un propósito? Esta objeción podría ser válida si es que no fuera porque el mismo director se encarga de introducir los temas de su obra con carteles con postulados pseudofilosóficos. En Enter the Void ya ocurría de manera similar: lo que podría haber sido una estimulante simulación lisérgica se ve interrumpida por múltiples referencias teológicas y un ambiguo discurso sobre el concepto de familia, ambos elementos de cuestionable profundidad.

Algo similar ocurre con las múltiples citas y homenajes que Noé maneja. En Clímax se hace una referencia directa a Posesión (Andrzej Zulawski, 1981), pero esta no puede alcanzar sus niveles de delirio visual sin recurrir a alguna excentricidad en el manejo de cámara (un largo plano de cabeza en este caso). El infernal encierro es una réplica del microcosmos de Saló, o los ciento veinte días de Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975), pero Noé no se preocupa ni por el poder ni por las políticas del cuerpo. Se trata, simplemente, del mismo director que cree que mostrar una violación en tiempo real supone algún tipo de revelación de la oscuridad humana. La más cómoda forma de buscar incomodar.

 

Nota comentarista: 3/10

Título original: Climax. Director: Gaspar Noé. Guión: Gaspar Noé. Fotografía: Benoît Debie. Montaje: Denis Bedlow, Gaspar Noé. Reparto: Sofia Boutella, Kiddy Smile, Roman Guillermic, Souheila Yacoub, Claude Gajan Maull, Giselle Palmer. País: Bélgica-Francia. Año: 2018. Duración: 96 min.