La memoria infinita: Fragmentos de realidad indesmentible

El documental de Alberdi no puede ni desea extraviarse en zonas oscuras de la conciencia o, incluso antes de eso, en reacciones muy humanas del proceso infernal que conduce a una persona hacia la disolución, y a quienes la rodean y cuidan a poder hastiarse a ratos, caer en desesperación, incluso desear su muerte, a veces. Todo muy humano, demasiado humano. Porque la pregunta ética (y cinematográfica) del porqué hacer este documental desde esa problemática yace sostenida en sus cimientos sobre el homenaje mismo al amor infinito profesado entre ambos, porque el tono de la película es la ternura infinita como único escudo ante la pérdida del pasado para uno de los dos, o mejor dicho, de este presente que se va disolviendo y que es más grave o más filmable que el miedo a la muerte misma, ya que puede desaparecer para siempre en cualquier momento del diario y cotidiano desamparo que Urrutia batalla por rechazar.

Es un acierto el que Paulina Urrutia no aparezca directamente hablando a la cámara en ningún momento de este documental, respondiendo preguntas, confesando sentimientos. Todo se plasma en el devenir de una realidad que juega con tornar a los demás seres del mundo como testigos, cómplices de algún modo, pero lejanos ya de una intimidad de ambos donde no hay nadie más. Incluso la presencia más que probable, por lo necesaria, de alguna asistente, un cuidador, enfermera, simplemente no está. Solo una pareja de seres conocidos por el gran público, juntos todo el tiempo, cara a cara, o siendo más fiel con el tono de La memoria infinita, rostro con rostro. 

El caso es popular: Augusto Góngora -periodista de los años del Teleanálisis, programa que se difundió en plena dictadura a través de videos VHS en donde se hablaba y mostraba la realidad de un país censurado en la televisión abierta, y tras muchos años trabajando ya en democracia en el canal de televisión estatal a cargo de programas de difusión cultural y artística- comienza a desarrollar síntomas de Alzheimer. Su pareja de años, la famosa actriz y en algún momento ministra de Cultura, Paulina Urrutia, se mantendrá fiel a su lado durante todo el proceso en que este hombre va perdiendo progresivamente la memoria y conciencia de su alrededor.      

La existencia de un documental construido de esa forma plantea una pregunta lógica de orden ético y a la vez cinematográfico: ¿por qué filmar esto? La lenta caída de un hombre público en la demencia y el amor profesado por la mujer con la que está desde hace 20 años. La premisa podría bien ya responder a esa pregunta automáticamente desde el plano de la emoción pura. Como con esa frase que se ha vuelto un meme “Es cine”, aquí podríamos responder con un “Es amor”. Y, porque es amor indesmentible, merece también ser filmado, ser cine. 

Por esa razón es que el documental de Alberdi no puede ni desea extraviarse en zonas oscuras de la conciencia o, incluso antes de eso, en reacciones muy humanas del proceso infernal que conduce a una persona hacia la disolución, y a quienes la rodean y cuidan a poder hastiarse a ratos, caer en desesperación, incluso desear su muerte, a veces. Todo muy humano, demasiado humano. Porque la pregunta ética (y cinematográfica) del porqué hacer este documental desde esa problemática yace sostenida en sus cimientos sobre el homenaje mismo al amor infinito profesado entre ambos, porque el tono de la película es la ternura infinita como único escudo ante la pérdida del pasado para uno de los dos, o mejor dicho, de este presente que se va disolviendo y que es más grave o más filmable que el miedo a la muerte misma, ya que puede desaparecer para siempre en cualquier momento del diario y cotidiano desamparo que Urrutia batalla por rechazar. 

Esa condición de principio, el amor indesmentible, que legitima la inclusión de una persona en estado ya de demencia como protagonista, puede jugar a veces también como punto débil, o más bien como freno a la progresión del relato en su conjunto. En el cine de Maite Alberdi uno tiende a admirar la construcción, el tino y gusto para contener lo necesario y apuntar bien a un determinado blanco, paso a paso, escalón a escalón, sin distracciones ni pirotecnias. A veces, sin embargo, y por lo mismo, uno quisiera que se soltara de la baranda y se lanzara escaleras abajo, con un solo ojo abierto. 

Eso también ocurre en La memoria infinita. Allí donde en Amour Michael Haneke jugaba hasta el final de su ficción, hasta la disolución final de su personaje femenino y la muerte de ambos, con el proceso-travesía por el infierno completo que habría de vivir el hombre que se resistía a internarla, Alberdi evita las dudas de Urrutia, los conflictos interiores, incluso la larga sombra de la duda ética que asomaba en Amour: ¿es amor todo esto? ¿Es miedo? ¿Ambas cosas navegan indisolublemente juntas? ¿O es más bien un oscuro ejercicio de crueldad de Haneke en la representación de la vejez y decrepitud? (esto último, eso sí, ya no merece ninguna pregunta para con La memoria infinita). Las dos propuestas no son equivalentes, claro está, pero las cumbres y descensos de la ambigüedad existencial no parecen asomar ni interesar a Alberdi en este proyecto en particular. En La memoria infinita no se puede jugar con fuego, aquí se trata de realidad indesmentible, un amor indesmentible, las fuerzas para seguir juntos, atravesando el fuego abrazador que progresivamente va apareciendo en la segunda mitad del documental. 

En un punto no muy avanzado, Paulina Urrutia le dice a Augusto Góngora que ahora ellos comenzarán a filmar la película. Será Urrutia, presumiblemente con la autorización de los hijos del periodista, la que de ahí en más tomará la decisión sobre qué situaciones filmar y, en particular, hasta qué punto de cada una de ellas llegar. De cualquier forma, en el montaje final se agradece que una terrible escena en que Góngora por primera vez en la película da muestras de perderse en su contexto y desconocer a Urrutia, sea invadida en algún punto por la música de un piano que comienza a llenar la imagen y a hacer inaudibles las voces de ambos. Es una decisión estética y ética muy atinada. Y en sentido inverso, La memoria infinita se resiente un poco cuando, en algunos escasos fragmentos, la banda sonora más sentimental irrumpe en el final de escenas que conectan con registros grabados del pasado de la pareja, épocas de felicidad. El homenaje al amor se vuelve más predecible, más literal.   

Otra cosa. El rostro y la voz de Augusto Góngora en el fragilísimo paraíso tierno de los cuidados, y en su descenso inevitable a los infiernos, se vuelve inolvidable. Y puede ser terrible que sea así. Mas, puede que sea la vida la única responsable, y no el cine. 

 

Título original: La memoria infinita. Dirección: Maite Alberdi. Guion: Maite Alberdi. Casa productora: Fábula. Fotografía: Pablo Valdés. Montaje: Carolina Siraqyan. Música: José Miguel Tobar, José Miguel Miranda. Producción: Juan de Dios Larraín, Maite Alberdi, Pablo Larraín, Rocío Jadue. País: Chile. Año: 2023. Duración: 85 min.