Spencer: La soledad sin pausa de la que otros beben

Lo primero que me llama la atención en Spencer es la actuación de Kristen Stewart tan remarcada en cada gesto de su rostro, de su cuerpo, a veces lindando con la sobreactuación. ¿Es algo que forma parte, y evadiendo cualquier intento de realismo tradicional en la caracterización de un biopic, de una pregunta o una respuesta de Larraín sobre la naturaleza de la realeza representada en este filme? Entonces, e incluso más allá de esta tesis, ¿qué vendría a ser la realeza en esta historia, cuál sería su peso, desde dónde la observaremos? ¿Se tratará de una representación algo circense? ¿Neutra? Y, ¿puede llegar a ser neutral durante todo el metraje si la musa e ícono del relato puesta justo al centro de todo yace envuelta en una cárcel permanente, una que parte desde su propio cuerpo, su educación, su forma de caminar? Hay algo elusivo en atrapar un centro originario de tal cárcel psicológica y emocional en que Diana subyace, una especie de no lugar desde donde se ha constituido en adulta, donde vive y adonde obviamente no puede dirigirse, ya que no existe.

Spencer abre con un plano de pesadilla muy propio del cine de Pablo Larraín: el cadáver de un faisán sobre el camino, una fila de camiones militares pasa por encima, sin llegar a tocarlo, y es de día claro, la mañana probablemente. Al instante, ese poder tan físico (los militares) se cruza en dirección opuesta con otro de similar condición terrenal, física. Una escuadra de cocineros que avanza hacia la cocina de palacio, donde los primeros han depositado una avalancha de cajas que, en vez de armamento, guardan manjares variopintos para el fin de semana de navidad que la familia real pasará en Gales, a escasos metros de la casa natal de Diana Spencer, hoy (al momento de desarrollarse la acción) tapiada y abandonada. 

Diana (Kristen Stewart) se ha perdido en el camino, sola, a bordo de su Porsche que avanza por el campo hasta llegar a un café donde la princesa del pueblo entrará a preguntar por dónde se encuentra, ante la perplejidad de los parroquianos. En la escena siguiente, tras ver un espantapájaros al medio de un extenso terreno solitario, caerá en cuenta de que ha encontrado, sin buscar, el lugar donde creció. Diana se interna a buscar la chaqueta de su padre, que ahora yace puesta sobre el muñeco de palo y paja, a pesar de que la familia real ya se ha instalado en el palacio vecino y la espera, no sin ansiedad, para la cena de Nochebuena. Algo en su caminar elegante por el campo, en todos sus movimientos, ya nos insinúa muy implícitamente de que en esta mujer hay un divorcio, una fractura entre lo que es o siente ser y lo que se ha esperado de ella. El filme nos ilustrará esa guerra durante los tres días siguientes. 

Lo primero que me llama la atención en Spencer es la actuación de Kristen Stewart tan remarcada en cada gesto de su rostro, de su cuerpo, a veces lindando con la sobreactuación. ¿Es algo que forma parte, y evadiendo cualquier intento de realismo tradicional en la caracterización de un biopic, de una pregunta o una respuesta de Larraín sobre la naturaleza de la realeza representada en este filme? Entonces, e incluso más allá de esta tesis, ¿qué vendría a ser la realeza en esta historia, cuál sería su peso, desde dónde la observaremos? ¿Se tratará de una representación algo circense? ¿Neutra? Y, ¿puede llegar a ser neutral durante todo el metraje si la musa e ícono del relato puesta justo al centro de todo yace envuelta en una cárcel permanente, una que parte desde su propio cuerpo, su educación, su forma de caminar? Hay algo elusivo en atrapar un centro originario de tal cárcel psicológica y emocional en que Diana subyace, una especie de no lugar desde donde se ha constituido en adulta, donde vive y adonde obviamente no puede dirigirse, ya que no existe. En una de las escenas más tiernas de la película, cuando está jugando a las respuestas sinceras con sus hijos, a la pregunta de por qué llegó tarde, Diana tras la luz de las velas responde: 

-”Por el pasado”. 

-”No”, acota William, “es por el presente”. 

-”Por el futuro”, completa Harry.

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Respecto al futuro, Diana siente la amenaza de la muerte. Desde su interior, en el escenario de su cuerpo con la bulimia y por extensión la fragilidad, la impotencia, y desde el exterior, con el libro de Ana Bolena que alguien, un comisario contratado, ha dejado sobre su cama a modo de advertencia, como ella le espeta directamente. A esa reina cuya cabeza rodó por orden de Enrique VIII es a quién Diana ve constantemente por los pasillos y salones de palacio: su muerte en el pasado, el presente. En este punto el relato comienza a fraguarse hacia la paranoia. La realeza es toda victimaria pero también víctima de una infinita casa de cristal (o reality show) con cien ojos que la observan en cada paso, cada gesto (real o interpretado), primero en el palacio y por extensión luego a todo una nación. En los momentos más bizarros del comportamiento de Diana, estructurados por la tensión con el protocolo real y los espías naturales o profesionales como polo opuesto, surge cierta duda de si la princesa merece la rebeldía, pero raya en la locura o en lo patético y con ello se confunde finalmente con su cazador. Como sea, la soledad de una mujer vestida en un traje insalvable para cualquier humano común y corriente persiste en el óleo de Larraín. Cuán torpe es ella, así como los faisanes criados para la caza que en palabras del chef, acabarían atropellados de no caer por los disparos de la realeza, es solo una pregunta al aire cuya importancia se torna tan elusiva como la misma cárcel que la aprisiona. En esto Spencer se emparenta con Jackie, como dos hermanas, aun cuando el tema de una es la imposibilidad de escapar y el de la otra es el exilio obligatorio de ese Camelot de Washington tras la tragedia impensable de John Kennedy. 

Spencer cuenta con dos finales. El primero, y tersamente tejido con la paranoia y la indeterminación, se libera en una sucesión maravillosa de imágenes en que Diana se ve a sí misma en todos los tiempos pasados y presentes. Antes de tomar una determinación radical vuelve a ver y oír a Ana Bolena, rompe su collar de perlas, símbolo tanto de la irresponsabilidad (e inutilidad) de haberla apresado, como de una elegancia a su alrededor que se torna absurda por su gélida perfección impenetrable a las preguntas, y finalmente se abraza con todas sus yo. Es cine puro, cuasi absoluto. Luego viene el otro final donde la historia aterriza, simplificándose en la redención, y toda la indeterminación, por ende, desaparece. Es una mujer que, como es natural a todo ser humano, necesita amor, lo demás, como ella suele declarar, es diversión (en realidad presión) nada de divertida por lo demás. En este rango vuelven a resurgir los fantasmas que rodean y amenazan a su vez constantemente a la obra de Larraín: usar a una mujer como vehículo del thriller y la oscuridad para volver a notar al cierre de que es Diana, o mejor dicho, solo una princesa enfrentada a una realeza ni circense ni neutra sino envuelta en demasiada opacidad, así como los personajes de otros de sus filmes: Tony Manero, Jackie o el detective Peluchoneau nos pueden llevar a preguntarnos finalmente por el peso de lo que estamos viendo. 

Un dato final al respecto. Tras rebelarse ante la corona llevándose a los dos príncipes de la cacería de faisanes, madre e hijos gozan de un milagroso almuerzo liberador en un banco junto al río Támesis con pollo frito de Kentucky Fried Chicken. Si la línea trazada entre los dos tipos de aves es casual o una broma interna, a esas alturas no importa tanto.  

 

Título original: Spencer. Dirección: Pablo Larraín. Guion: Steven Knight. Fotografía: Claire Mathon. Montaje: Sebastián Sepúlveda. Música: Jonny Greenwood. Reparto: Kristen Stewart, Jack Farthing, Timothy Spall, Sally Hawkins, Sean Harris, Richard Sammel, Amy Manson, Ryan Wichert, Michael Epp, Olga Hellsing, Wendy Patterson, Niklas Kohrt. País: Reino Unido. Año: 2021. Duración: 116 min.