XXXIX Festival Cine UC (1): El Congreso (Ari Folman, 2013)

Todas las películas de ciencia ficción que merecen recuerdo se presentan bajo la atmósfera del terror o el pesimismo. Sean en el entorno futurista de grandes urbes lluviosas o en naves espaciales en busca de nuevos mundos, a través de sus imágenes se filtran opacas predicciones sobre el porvenir de raza humana. De alguna forma, son películas que esconden en su pesimismo una visión humanista que reclaman por el lento e incontestable aislamiento del individuo moderno. Por eso no es honesto juzgarlas por su capacidad de predecir el porvenir sino por su eficacia en despertar una mirada reflexiva sobre las consecuencias de nuestros actos. El Congreso, en este sentido,  pone el foco de atención en cómo los adelantos tecnológicos y los ideales actuales de belleza manipulan las decisiones de las personas hasta el nivel de tornarse irrelevantes tanto para los demás como para sus propias conciencias.

Todo comienza con el rostro en primer plano de Robin Wright (haciendo de sí misma), una actriz de pasado esplendoroso que, a partir de malas decisiones y el paso inexorable de los años, ha perdido su lugar de privilegio en la industria del cine. Esto la hace vivir junto a sus hijos en las afueras de la ciudad, marginada del estrellato pasado, en un presente suspendido en el desempleo y con un futuro laboral incierto. En esos momentos recibe la oferta de un productor (Danny Huston) que le ofrece un acuerdo fáustico: digitalizar su imagen para ser utilizada en futuras películas a cambio de desaparecer de la vida pública, confinada a una privacidad anónima. Es Hollywood exaltando la juventud como única aspiración vital, aún a costa de falsear la realidad. En ese mundo, un rostro como el de Wright, con los iniciales surcos que delatan el transcurso del tiempo, se torna irrelevante a las ambiciones de la industria del cine, y a los deseos y fantasías del gran público.

Pero, promediando el metraje, El Congreso realiza un salto peligroso hacia el abismo: Ingresamos en un mundo en donde la animación se apodera de la historia para mostrarnos un paisaje lisérgico. Las complejidades de la trama despistan la idea inicial del film, y nos volvemos partícipes de una realidad paralela con reglas y coherencias internas que desconocemos.

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Es evidente que Ari Folman busca un punto de encuentro entre  los personajes que habitan ese artificial sueño ilusorio creado para prolongar una juventud ficticia, y los espectadores que asistimos a ese universo fascinante y repulsivo. Más de alguno se sentirá expulsado del mundo que se nos ofrece en pantalla, otros se dejarán llevar por esas visiones alucinantes y psicodélicas. Lo cierto es que El Congreso muta su mensaje y en esta segunda parte apoya su mirada en la incomunicación que atraviesa toda intención de escapar de sí mismos mediante estados alterados, delirantes, placenteros, pero irreales.

En algún sentido El Congreso no es muy distinto de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950) al proponer la imagen de la actriz que no acepta su ocaso y decide perpetuar su imagen mediante un exilio de la realidad. O de Mulholland Drive (David Lynch, 2001) en donde los sueños de celebridad se vuelven pesadillas de las cuales es imposible despertar. Tal vez la diferencia esencial es que mientras Wilder subraya los ribetes cínicos en el carácter desequilibrado que adquiría esa insistencia en una juventud ya perdida, Lynch acentúa la confusión narrativa para intensificar su visión incomprensible y caótica de la realidad. Ari Folman se limita a remarcar la dimensión nostálgica de esa ilusión al llevar a Robin Wright a un viaje que, mientras avanza la película, más parece un escape hacia un punto de no retorno que conjure el paso del tiempo, el miedo al fracaso y la angustia existencial, en una infatuación indolora, anestesiada, perpetuándolo todo en una inmortalidad pírrica.

Marco Antonio Allende