Santiago Violenta (Ernesto Díaz, 2014)

Puede que Santiago Violenta no sea la mejor película de Ernesto Díaz, pero sin duda es su obra más divertida desde Mirageman, en tanto se sostiene en diálogos ágiles y en un cuidado por dotar de carácter a muchos de los personajes secundarios. A nivel de imaginario, es también la más cinéfila de todas y la primera en donde el tema central es precisamente la ficción audiovisual.

El filme narra la relación entre tres amigos (Broco, Mauro y Noel) que han mantenido sus lazos desde el colegio y, de un modo u otro, llevan vidas menos felices que las que esperaron tener en la adolescencia. Aunque hay una suerte de protagonismo colectivo relativamente equilibrado entre los tres personajes, el centro del relato es finalmente Broco, (Mauricio Diocares) un amante del cine indiscriminado que arrastra desde larga data un proyecto de largometraje criminal protagonizado por él y sus amigos el cual se estrella una y otra vez ante cualquier posibilidad de financiamiento.

Algunos momentos de ese filme se intercalan en la película y hacen perder pie más de una vez al espectador, estrategia narrativa que da cuenta del tipo de cinefilia de su protagonista, que -un detalle sutil- tiene indistinta e irreflexivamente en su dormitorio afiches de obras de Godard junto con Argento y películas de artes marciales.

Santiago Violenta se apoya estructuralmente en los contrastes entre la fantasía cinéfila de su protagonista y la realidad de su existencia social y afectiva. A diferencia de Kiltro o Mirageman, la disociación entre ambos mundos no proviene de la patología de la personalidad escindida, sino de las frustraciones generadas en la adolescencia -un recurso argumental del que Ernesto Díaz tiende abusar- y en esa dimensión el relato refuerza la psicología infantil que suelen tener sus personajes, aunque en este caso la misma relación pueril entre sus tres protagonistas sea uno de los motores principales de la comedia.

Pero quizás donde el filme se distancia más las anteriores obras de Díaz sea en el rol de la mujer. Si en su obra anterior ellas obedecían a la escenificación de fantasías eróticas masculinas, aquí cumplen una función dramática más convencional, principalmente como obstáculo para sus protagonistas, que da pie para una lectura más atractiva de esta película que en gran medida habla de las tensiones entre la inmadurez masculina y la toma de posesión femenina.

Desde luego está la Tía Marilyn, encarnada por Shenda Román. Ella es una vedette setentona que, si bien puede estar lejos de representar una atracción erótica para los protagonistas, la sola incorporación de esa pequeña arista sexual le otorga otra dimensión a su personaje. Más importante aún es que ella lidera una banda de tráfico de drogas con la que Broco, Mauro y Noel terminan involucrándose y que permite al relato encaminarse a poco andar a una intriga pandillera.

Isidora (Caterina Jadresic) cumple una función similar en tanto es la hija del dueño de la empresa donde trabaja Mauro, su marido, lo que en el terreno de los roles conservadores resiente indiscutiblemente su masculinidad. La maquinaria de manipulación que Isidora ejerce contra él es, obviamente, sexual, a la que él sólo puede responder prácticamente sin capacidad de reacción.

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Los personajes de Santiago Violenta son niños aplastados por mujeres y que vislumbran la fantasía cinéfila como vía de escape. Como ningún otro filme de Ernesto Díaz la metáfora del cine como sucedáneo masculino había sido tan explícita y toda la película, por lo menos lo que tiene que ver con su cantidad indiscriminada de influencias estilísticas y narrativas (Tarantino, Godard, Leone y todo el género policial de serie B, entre gran cantidad de material), es una sucesión de referencias articuladas tanto en su capacidad de guiño cómplice como en su rol para construir la lógica de sus personajes.

Quizás el gran atasco del filme está también allí en su omnívora capacidad cinéfila que por una parte asimila indiscriminadamente referencias de géneros y, al mismo tiempo, descuida abiertamente la lógica de su progresión. Sin llegar al caso extremo de Tráiganme la Cabeza de la Mujer Metralleta, las relaciones de causa y efecto están aquí bastante debilitadas especialmente al final del relato al punto que en ciertas zonas las soluciones se vuelven virtualmente incomprensibles. Un detalle que los dos o tres finales falsos que Díaz le imprime a su historia no ayudan a mejorar.

Felipe Blanco