Informe 12º Festival de Cine de Cosquín: ¿Para qué sirven los festivales de cine?

Lo más interesante es que la selección de películas que se exhiben en FICIC no está pensada para un público cinéfilo o asiduo a las salas de cine. El festival es una ocasión de reunión -como dijo Roger Koza en varios momentos durante los días en Cosquín- del pueblo, porque el cine nace y le pertenece al pueblo. En ese sentido se puede dar otra respuesta a nuestra pregunta inicial: los festivales de cine sirven para reunir al pueblo en torno a un arte que nace para interpelar a las personas sobre qué es lo que están viendo.

Llegar a Cosquín es más difícil de lo esperado. Si uno viaja desde Chile, primero debe buscar la forma de llegar a Córdoba, para luego tomar un bus que viaja por las sierras de la provincia con destino a Cosquín. Sin embargo, la mayor dificultad era no perderse con un paisaje desconocido para mí. Mirando por la ventana del bus vi pasar pueblos, caseríos, ríos, embalses, montañas y, de hecho, también vi pasar mi destino. Asustado le pregunto al chofer si nos habíamos pasado de Cosquín, bajándome en la carretera en medio de la nada mientras algo de lluvia comenzaba a caer.

Esta sensación de estar en medio de la nada es algo que me acompañó toda la semana del festival. Y no lo digo en un sentido negativo, sino que, por el contrario, Cosquín es una ciudad que aparece y desaparece por momentos. Al llegar conocí a Carla y Eduardo, los directores del FICIC, quienes desde un principio me atendieron de la mejor forma, tanto así, que me invitaron al almuerzo inaugural en casa de Carla, donde su madre tradicionalmente cocina empanadas para todo el equipo e invitados.

Una anécdota que puede parecer trivial da la primera respuesta a la pregunta sobre para qué sirven los festivales de cine. Como he mencionado en otros informes y publicaciones, este tipo de eventos son, primero que todo, un lugar de encuentro en torno al séptimo arte, donde caben todos, desde el cinéfilo más experto hasta alguien que descubre en cada función nuevas formas de mirar el cine.

El festival tiene cuatro sedes que se reparten las películas a lo largo de cuatro días. La primera película que vi, luego de una jaqueca post almuerzo y socialización, fue la sesión inaugural donde se exhibió Poet (2021) de Darezhan Omirbayev. Debo reconocer, con algo de pudor, mi absoluta ignorancia sobre el cineasta kazajo, transformándose en mi mayor descubrimiento cinematográfico de lo que va de 2023. Omirbayev nos propone una poesía en tres tiempos: por un lado, la vida de un poeta que trabaja como periodista en la capital kazaja, en otro lado, la historia del poeta clásico Makhambet Otemisuly, y finalmente la imagen onírica que fluye entre estas dos narrativas.

La película no necesariamente nos habla de la importancia de la poesía, pero sí de la memoria escrita, visual y emocional. Esto me queda dando vueltas particularmente en una escena clave de la película (perdón por el spoiler): el protagonista va a dar una charla a otra ciudad y nadie llega a escucharlo, salvo una joven que está sentada al medio de la sala. Cuando toda la situación se torna incómoda, la chica se levanta del asiento y con un fuerte tartamudeo le dice al protagonista que su poesía la salvó y la acompaño durante toda su vida, pidiéndole que no se ponga triste por la falta de audiencia, porque para ella su trabajo es muy valioso. Luego comienza a leer su poema favorito, escuchamos su voz, ya sin tartamudeos, pero no la vemos, sino que vemos al protagonista caminando dentro del tren de regreso a Almaty.

No sabemos si el poema lo logró leer sin problemas o si solo le resuena en la cabeza al protagonista, pero sí nos habla de esa conexión emocional que ocurre a través del lenguaje de la poesía, que logra unir dos personas distantes en el tiempo y en el espacio. Una vez terminada la película, en una sala absolutamente llena por gente de Cosquín, señoras comentaban que no la habían entendido pero que les parecía muy bella. Ellas siguieron el consejo que dio Roger Koza, director artístico del FICIC, en la inauguración: le dijo a la audiencia que, a veces, en el cine hay que dejarse llevar por lo que vemos. Algo que se va a repetir en otras películas que me tocó ver en el festival.

El cine de Omirbayev también fue el encargado de cerrar el festival, con la exhibición de Last Screening (2021), una película que simboliza no solo la experiencia de la sala de cine, sino que la esperanza de la imagen cinematográfica frente a una cultura de la imagen en dispositivos móviles. Un joven estudiante se escapa del colegio tras una decepción amorosa, y va al cine a ver la película, pero necesita reunir al menos cinco espectadores para que se proyecte el filme. La necesidad de verla hace que el chico invite a tres militares que estaban afuera para cumplir con el mínimo necesitado. La sala de cine reúne a dos generaciones de cinéfilos, mientras los tres jóvenes militares dormían. Más allá del hecho de estar en la sala, la película nos permite reflexionar sobre el espacio de la imagen cinematográfica dentro de nuestro cotidiano, transformándose en un espacio fuera del ajetreo de la ciudad, lejos de las redes sociales y de la inmediatez.

Una de las secciones más bellas del FICIC es Filmoteca en Vivo, espacio de Roger Koza y Fernando Martín Peña, donde no solo se exhibe, sino que se dialoga en torno a películas clásicas proyectadas en 35mm. La primera en ser proyectada fue The Players vs. Ángeles Caídos (1969), de Alberto Fischerman, Néstor Paternostro, Raúl de la Torre, Ricardo Becher y Juan José Stagnaro. El filme es una suerte de metáfora abstracta de la sociedad argentina durante la dictadura, donde no reconocemos bien quienes son buenos o malos, pero sí comprendemos que el mal es algo superior a ellos. En la misma sección se exhibió Tiro de Gracia (1969) de Ricardo Becher, otra película que cuestiona y apela a la sociedad argentina desde un personaje que no se hace cargo de su vida y sus relaciones, jugando con la fragilidad de las relaciones y emociones humanas de sus cercanos, rompiendo en diferentes niveles con su forma de ver la vida. Ambas películas son parte del “Grupo de los 5”, quienes lograron burlar la censura burlándose de ellos mismos y de la misma sociedad argentina.

Lo más interesante es que la selección de películas que se exhiben en FICIC no está pensada para un público cinéfilo o asiduo a las salas de cine. El festival es una ocasión de reunión -como dijo Roger Koza en varios momentos durante los días en Cosquín- del pueblo, porque el cine nace y le pertenece al pueblo. En ese sentido se puede dar otra respuesta a nuestra pregunta inicial: los festivales de cine sirven para reunir al pueblo en torno a un arte que nace para interpelar a las personas sobre qué es lo que están viendo.

Y, en ese sentido, hubo dos películas argentinas que llamaron mi atención. Arturo a los 30 (2023) es una comedia dirigida por Martín Shanly, una suerte de película coming of age pero de un adulto joven, similar al cine —y series— de Judd Apatow. Arturo está en una crisis constante desde la muerte de su hermano y haber terminado con su exnovio. Aparentemente nadie en su familia ni en su grupo de amigos lo soporta y varios reniegan de él. De a poco vamos deslumbrando la carga e incertidumbre que rodea la vida cotidiana de un joven que parece disfuncional, sin embargo, es la sociedad la que no le da espacio a alguien deprimido o en crisis. Esta mirada desde el humor y un personaje por momentos patético nos hace reconocernos en cierto punto dentro de quienes quedan fuera de las normas sociales o se desajustan de lo esperado. La otra película es La vida a oscuras (2023), documental de Enrique Bellande que sigue a Fernando Martín Peña y su rol fundamental en la conservación del cine en su estado puro. En ese contexto, el personaje es también disfuncional a un sistema que no tiene preocupación por el archivo y la historia, no solo del cine, sino de las personas y de la gente detrás de él. Es un documental sensiblemente subversivo, que nos obliga a pensar nuestra relación con las imágenes y con nuestra historia de vida, sobre el cómo nos vinculamos a través del cine con los demás, en una experiencia pública y personal.

El FICIC en sí mismo responde el para qué sirven los festivales de cine. La respuesta es que sirven porque existen, porque llevan el cine de vuelta al origen, al pueblo y porque permiten preguntarnos sobre nuestra propia historia. Nos contextualiza en un lugar geográfico, en un tiempo del año, donde cada experiencia es única e inigualable. Mi mayor reflexión del festival es que debiese ser un imperdible para la cinefilia general, pero siempre manteniendo el espíritu de ser un festival para su propio pueblo. Tanto así, que se dan el lujo de premiar al público, invitados y visitantes del pueblo con un manto típico de la zona. Mismo manto que ahora luzco en mi casa con orgullo y amor por el cine, por la ciudad y por el equipo del FICIC.