Informe XXI Fidocs (3): Creadores, ladrones y hombres sin atributos

El festival de cine documental más importante del país había perdido rumbo en sus últimas ediciones, sin dejar de exhibir películas importantes su línea programática estaba algo errática. Para este año volvió más acotado pero mejor definido, y a la vista de las mejoras y el aumento de público es una excelente señal para esperar un resurgimiento continuo en sus próximas ediciones. De lo que vi me llamó la atención el tratamiento documental hacia la ficción o su sentido inverso, ejemplos de cómo el cine no puede entenderse sin tener en cuenta los polos magnéticos Lumière y Méliès que generan un campo de fuerza y desajuste al que llamamos acto de creación.

Una recreación sobre una creación (o un proceso productivo de realización) cinematográfica es la que presentó Blue Velvet Revisited (Peter Braatz, Alemania), montaje de archivo en 8mm y formato que mezcla diario y experimental de imágenes registradas hace treinta años por el en ese entonces joven estudiante de cine alemán que estuvo durante el rodaje del filme de David Lynch. Perfecto compañero del documental David Lynch: The Art Life, aunque con un tipo de acercamiento completamente diferente, permite adentrarse en la instancia en que el realizador estadounidense definió su estilo, cuyo resultado fue uno de los filmes más importantes de los ochenta.

Braatz escribió una carta a Lynch preguntándole si podía visitar su rodaje. El director estadounidense accedió de buena gana y se llevó a cabo el registro, aunque posteriormente el alemán tuvo guardado por mucho tiempo el material, sin saber bien cómo trabajarlo. La espera rindió sus frutos: las filmaciones del alemán contienen momentos del rodaje -el que se realizó bastante según el orden que tiene la narración de la película-, entrevistas en locación con Lynch, algunos colaboradores y el elenco. El montaje que realiza Braatz del material atiende a dejar segmentos largos que va combinando, segmentando y transformando mediante recursos como la voz en off, el fundido, el ralentí y una banda sonora de música muy presente (siendo este último un elemento discutible, porque a veces cobra demasiada importancia, es muy recurrente y carece de la fineza y sugestión del trabajo sonoro de Lynch y de la música de Angelo Badalamenti, su habitual colaborador musical).

Si bien para seguir la película es necesario haber visto Blue Velvet, lo que consigue es un metafilm, mediante un armado compositivo del material de archivo (el 8mm guardado tantos años) sincrónico a su fuente (la película) partiendo del registro de su producción (el rodaje), justamente sobre un director que termina por hacer en su cine un comentario metacinematográfico (del noir, del acto espectatorial, de la historia del cine). Recreando su propio material, Braatz re-visita la filmación y el sistema-lynch que fue puesto a punto en ella hace tres décadas.

El paso del tiempo y las reflexiones de algunos involucrados (por ejemplo, las bellas palabras de Isabella Rossellini sobre el cine de Lynch) dan cuenta asimismo de un modo de producción ya casi extinguido, como es el aspecto casi indie de una película apoyada por un gran productor (De Laurentiis) que dio carta blanca al realizador. En definitiva, Braatz también contó con libertad para inmiscuirse en la producción y hablar con los involucrados, con lo que se ofrece un testimonio que en virtud de su elaborado montaje permite re-visionar el clásico filme desde otro ángulo. Si Blue Velvet es un trabajo frontal y en profundidad, Blue Velvet Revisited es un escorzo de esa obra. El fragmento del ensayo de Rossellini interpretando la canción que da título a la película lo dice todo: la mirada de Braatz es distinta y posee otra carga de la Lyncheana no solo porque haya estado apuntándola en formato casero con primer plano desde el backstage. El trabajo con el encuadre, el ritmo, la luz y los filtros la transforman en un fetiche a medio camino entre Lynch y Warhol, entre Godard y Henri-Georges Clouzot. Nunca Isabella Rossellini ha aparecido tan bella e incandescente, más femme que fatale. Los ojos del discípulo nunca serán los del maestro.

BV Revisited

En un momento Lynch habla del impacto de las nuevas tecnologías, como el video, que definirían el futuro del cine en años posteriores:. Los fácil acceso, propagación de  modos de producción, libertad dentro de las técnicas permitidas por los formatos livianos, etc. pero más que nada, reflexiona, eso no significa mucho para el arte si no hay búsqueda estética. Hoy habitamos ese panorama del audiovisual aludido por Lynch y las posibilidades son las de senderos que se bifurcan y se vuelven a cruzar más adelante, inesperadamente o con absoluta certidumbre. Podemos pensar en el vuelo del drone sobre el Parque Forestal para el caso de Robar a Rodin, de Cristóbal Valenzuela (comentada en el sitio), película que a partir de una anécdota mezcla legalidad, institución y discurso sobre el valor del arte en tiempos postauraticos y en el contexto chileno. A medio lugar entre la reconstrucción policial irónica y la reflexión sociológica demuestra uno de los caminos sin salida del arte y la aporía elitismo-difusión masiva, a manos de un personaje -el joven ladrón- sobre el que se ciñen la mitomanía juguetona o el distanciamiento intelectual. Como con la teoría del “arte agotado”, parece que lo valioso se encuentra en lo que rodea a la obra y no ella misma. Todo es vehiculo para decir otra cosa: donde no está la escultura se aprecia la ausencia elocuente, del trabajo artístico, del autor, de la institucionalidad, del público, de la cultura. La performance sería darle sentido al vacío y entablar una querella pública y mediática que devuelve al espectador -adiestrado en otros saberes, como los moldeados por la TV- al museo en calidad de morbo, sin que se pueda asegurar que hubo un verdadero aprendizaje o reflexión sobre lo que vio (más allá de ubicar quién fue Rodin). El documental ejercita muy bien tales aristas (archivos, reconstrucción, entrevistas), sin alardear del humor, lo que se condice muy bien con el trasfondo, ya que no hay nada de divertido en el síntoma cultural que desnuda: el infantilismo y la necesidad de reconocimiento, ya sea el de un estudiante de arte o el pobre caldo de cultivo cultural en un país al extremo del mundo.

En cambio, Il siciliano (Carolina Adriazola, José Luis Sepúlveda y Claudio Pizarro) tira toda la carne del grotesco a la parrilla del digital. Aquí la cercanía del encuadre y la cámara en mano es fundamental para el entramado que hace indistinguible que puede ser formalmente real o dirigido en una película cuyo orden es de lo performativo. El dueño de la fábrica de pelucas Avatte bien parece salido del cine de mafiosos o de algún trabajo no ficción de la dupla Perut-Osnovikoff (Un hombre aparte, 2001). Un mundillo donde todo es el duplicado kitsch de otra cosa se realza en su comicidad y decadencia. El valor de presencias corporales y discursivas, lleno de chilenismos, es llevada por una cámara ejecutada con precisión por Sepúlveda, recordándonos sus otros trabajos, capaz de llevar la imagen al límite de lo soportable. En los vericuetos de una casa y de celebraciones Avatte y sus mujeres, familiares y amigos mantienen la comedia de tonos melodramáticos, sin su dinero las apariencias dejarían de serlo y el canibalismo emocional y económico de los seres humanos sería evidente. El contraste de las pasiones carnavalescas  y violentas con los momentos que Avatte elabora sus pelucas hablan de la persistencia de lo precario y artesanal del oficio, algo que se vislumbra en paralelo con los cantantes imitadores, y dejan apreciar otro aspecto del falsario y machista patrón (abundan fotos de él con y sin peluca). Solo al final se permite la elegía y el sentido comunitario: todos los carretes, cumpleaños, explotaciones, armas, sexo y pretensiones tienen un sentido al ponerse en perspectiva con la muerte y el rito funerario. El miedo y las marcas físicas y morales del paso del tiempo necesitan ser recubiertas con la mascarada del éxito y la juventud cuando prima el dictamen social de la ley del más fuerte. Por otro lado, Il siciliano plantea la pregunta por qué hay algunas esferas del poder que se dejan registrar (acá es el caso de una capa popular), mientras que otras se mantienen -a su conveniencia- en la invisibilidad (el poder de las elites políticas y económicas, que se presentan siempre bajo la ficción o en documentales expositivos temáticos, tipo reportaje).

soldado

Otro tipo de poder, el militar, es el que se aprecia en Soldado (Manuel Abramovich, Argentina), donde la limpieza del encuadre mantiene la fijeza formal y estructural dentro del ejército. El documental sigue a un conscripto en su primer año. El personaje resulta poco atractivo por su parquedad y por la ausencia de algún conflicto vital. Sin embargo, esto trabaja en un sentido, ya que a través suyo se dibuja la regularidad cotidiana, el borramiento de los atributos personales y el tedio dentro de la institución militar. El resultado llega a ser algo aburrido, al no suceder algo que irrumpa la plana linealidad del relato (¿sería la guerra la que debiese, entonces, aparecer?) y su seco formalismo. Soldados que parecen solo entrenarse y entretenerse para una parada militar habla de la regularidad y conservadurismo de un mundo siempre puertas adentro del resto de la sociedad (la “familia militar” como le dicen en Chile), que se arropa en signos y ritos mantenidos y valorados por su misma recursividad autosuficiente, mantenidos desde el siglo XIX, se asoman como una práctica vacía -similar a la religiosa, como sucede en las misas- donde lo importante no es la fe que la mantiene, y que da sentido a sus signos y ritos, sino que siga llenándose con individuos que engrosen sus filas porque las mantiene la inercia estatal y el orden discursivo nacionalista.

Dejo para el final la última película que vi y la gran sorpresa que me produjo: Toublanc (Iván Fund, Argentina) está basado en textos y vida del escritor argentino Juan José Saer, pero me parece que es tan documental como puede serlo, por ejemplo, O ornitólogo (João Pedro Rodrigues, 2016). No solo hay una fuente ficticia como base para tres historias paralelas que se entrelazan en algún punto, sino además todas las indicaciones pre y profílmicas remiten a códigos de la ficción (a parte de ser comisionada por la celebraciones del “año Saer”). Pero entiendo haya sido parte de Fidocs -y de ahí que la relacione con el filme portugués- por la atención a los tiempos muertos, a la evacuación de la anecdota, a la insistencia en dejar que la imagen, a costa de la duración de determinados momentos, evidencie ser un registro de su propia puesta en escena (por ejemplo, cuando el policía juega fútbol con su hijo en un parque). Aunque (segundo “pero”, opuesto al primero) ¿acaso no hemos visto tantas películas así? ¿No hubo una marca histórica definitiva en ese sentido que se llama neorrealismo? En defensa de la línea curatorial del festival por este caso, sin embargo (tercer “pero”, opuesto al segundo, retomando el primero), habla de la sincronía entre lo que se entiende en cine contemporáneo por ficción y documenta, donde uno no va después del otro (en forma diacrónica), ni menos van separados y ajenos, tampoco se les entiende como fusionados para conformar hibridez (o un principio mutante), hablo de una indistinción genérica que puede ser productiva o problemática (en este caso a mí me resultó problemática).

toublanc

Independiente de eso, la belleza de la película (en medio de un festival que tuvo varias imágenes bellas) toma su estructura de esa forma que practicó Saer y que fue puesta a punto por la literatura de fines del XIX y principios del XX (de Flaubert a Faulkner) que con relatos paralelos armó un mundo provincial y universal con hombres y mujeres (y animales) sin atributos: como podemos ver desde los policías de Blue Velvet hasta el investigador de Toublanc, desde la empleada de la casa Avatte a la profesora de francés de Santa Fe, desde un soldado conscripto a un caballo a la deriva en la misma ciudad argentina.  Un detective, una profesora, un caballo son los protagonistas de estos relatos ordinarios donde lo anecdótico queda fuera o es marginalizado por la narración para centrarse en la formación de imagen de estados de ánimo y transmisión de interioridad (otra forma de anécdota si parafraseamos a Jacques Rancière). El pequeño drama desolador de la solterona profesora y el caballo sin rumbo, con encuentros y desencuentros, con la misma mujer y su perro, trae a la mente cierto tránsito hacia la desazón existencial y la muerte que el cine es capaz de dotar de significancia (Pasolini) en la senda de los trayectos de la Anne Wiazemsky y el burro Balthazar de Bresson, aunque sin su pesada carga sacrificial católica.

Lo que la imagen del animal del filme de Fund propone al hundirse en el río, se relaciona, y con esto cierro mi informe, con lo que indica Jean Louis Schefer en su libro El hombre ordinario del cine: “no creo en la realidad del cine (su verosimilitud no tiene importancia) y, sin embargo, por lo mismo, soy su verdad fundamental. La verdad es verificada dentro mio, pero no por una referencia definitiva a la realidad; esta es, primero que nada, solo un cambio en las proporciones de lo visible, de la que sin duda seré su único juez. Aunque también seré su cuerpo y su conciencia experiencial”.