Informe XXX FicViña 2018: La tercera generación

A pesar de los intentos por devolver el "glamour" del pasado al Festival de Cine de Viña del Mar en su edición anterior, el centro se ha mantenido donde debe. El tipo de público que se puede ver durante el certamen logra esquivar la caracterización de audiencias que predomina habitualmente en otros festivales. Viña no es un festival dirigido a la juventud universitaria. La heterogeneidad y usual buena afluencia de público que posee logra convertirlo en un festival más variado, producto de la conectividad de sus sedes y la gratuidad de todas sus funciones. Asimismo, el énfasis latinoamericano permite que las películas de Carlos Reygadas y Dominga Sotomayor se conviertan en el foco de atención, por encima de los estrenos de "rebote" de Cannes que protagonizan otros certámenes durante el año.

La existencia de estas virtudes es lo que hace más lamentable la necesaria mención de algunos problemas persistentes. En primer lugar, el nivel general de coordinación de salas. Los retrasos recurrentes, los tiempos muertos entre presentaciones y películas, y la comentada longitud del spot entibiaron los ánimos de quienes asistimos a varias funciones seguidas durante la semana. En cuanto a problemas específicos que pude presenciar, la falta de subtítulos en español en Las buenas maneras (Juliana Rojas y Marco Dutra, 2017) y la cancelación abrupta de una función de Dry Martina (Che Sandoval, 2018) me llevan a especular que no se trató de algunos casos aislados. Pero para no perder tampoco el centro, paso a comentar algunas películas de la última edición.

 

Comunidad y exclusión

Como mencionaba, el estreno de lo último de Reygadas generó expectativas desde el momento de anuncio de la programación. El comienzo de Nuestro tiempo (2018) replica, casi podríamos pensarla como secuela, la sicodélica introducción de Post Tenebras Lux (2012). Nuevamente desde ángulos aberrantes, y siguiendo a un grupo de adolescentes y niños, el prólogo establece un antagonismo inicial entre niñas y niños que adelanta algunos de los temas que darán forma a la película. En las escenas siguientes, Juan (Carlos Reygadas) empieza a sentir celos de la relación que Esther (Natalia López, montajista y esposa del director en la realidad) mantiene con Phil (Phil Burgers), un gringo que visita el rancho que comparten ambos. A pesar de que las condiciones de su matrimonio les permite relacionarse con otras personas, el comportamiento de Juan empieza a tornarse controlador y celópata.

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Por más que la descripción pudiese sugerir una incursión de Reygadas en el terreno del melodrama, el tratamiento la posiciona, quizás, como la película más grandilocuente en la filmografía del mexicano. Reygadas parece haber dejado atrás por completo la puesta en escena austera de películas como Japón (2002) para intensificar la faceta wagneriana iniciada en su película anterior. Si bien se trata de una cinta sobre la disolución de una pareja, las ambiciones recuerdan a la idea de película “romántica” ensayada por Kubrick en Ojos bien cerrados (1999). Las discusiones matrimoniales mantienen la estructura del drama familiar, pero Reygadas introduce escenas en medio que cambian el tono y magnitud del relato. Cambios de narrador, puntos de vista imposibles y la presencia de lenguajes digitales hacen que Nuestro tiempo sea una especie de melodrama matrimonial con experimentaciones formales incluidas. Además del Kubrick tardío, varias escenas comparten elementos con El hilo fantasma (Paul Thomas Anderson, 2017), otra anomalía a gran escala de la película matrimonial.

Cuando la combinación funciona, Reygadas alcanza su máximo potencial. Además del prólogo, existen escenas en las que el mexicano apuesta por asociaciones improbables de inesperada. La mejor de estas: una escena de sexo sugerido entre imágenes de motores y el fondo con “The Carpet Crawlers” de Genesis.

Otros momentos emparentan al director con otra tradición de autores que poseen demasiada confianza en la importancia de sus propias metáforas. En los peores momentos, Reygadas recuerda a Madre (Darren Aronofsky, 2017), especialmente cuando se nota la intención de retratar la relación que tiene el “genio” con su musa. Cuando Reygadas busca acentuar el meta-relato que se genera por el gesto performativo de poner a su familia en pantalla (los hijos actúan también), este parece querer homenajear su propio riesgo y fragilidad. La selección de canciones de rock progresivo setentero (también suena King Crimson) adquiere sentido entre estos dos polos. Reygadas, como el Genesis de Peter Gabriel, es víctima y beneficiario de su propia grandilocuencia.

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El encierro en el rancho que comparten Juan y Esther posee algunas afinidades con la comunidad ecológica retratada en Tarde para morir joven (2018) de Dominga Sotomayor. Basada en la formación de la directora a comienzos de los noventa, la ficción muestra las relaciones entre un grupo de familias que conviven apartadas de la urbe santiaguina. Sin explicar mucho de sus intenciones como grupo, aunque la presencia permanente de "música izquierdista" entrega pistas, sus miembros se preparan para la presentación musical que realizan cada año nuevo. La experiencia adolescente en aquel espacio aislado, encarnada sobre todo en Sofía (Demian Hernández), se convertirá en el centro del relato de Sotomayor.

Probablemente el mayor acierto, y novedad, está en la forma en que se aprovecha la excusa argumental del contexto pre-recital para sonorizar la adolescencia. Apelar a los guiños musicales nostálgicos es una práctica recurrente -y repetitiva- en varios coming of age, sin embargo, el gesto de convertir este uso en parte central de la trama permite a la directora abusar divertidamente de los intermedios “cliperos” que aparecen cada tanto. En una película de cierta “discreción” formal, la parte semi-musical propicia la aparición de luces expresivas y juegos de montaje.

El tema de la lógica de las comunidades aisladas, por otro lado, se sugiere sin que exista mucho desarrollo. En algunas escenas en las que aparecen amenazas “externas”, que bien podrían ser internas, se desliza una crítica al hippismo resignado que plantea la solución en el aislamiento social. Sin embargo, el tema del amor adolescente termina por opacar una posible problematización de clase. Se termina por extrañar alguna barrera entre la película y este grupo de cómoda protesta anticapitalista.

 

Fragmentos, problemas y formatos de memoria

La comodidad es uno de los elementos que me incomodaron al momento de ver Algo quema (Mauricio Ovando, 2018), una de las cintas de la competencia documental. El director, nieto del dictador boliviano Alfredo Ovando, recopila testimonios y películas caseras para conformar un relato heterogéneo y contradictorio en torno a su polémica figura familiar.

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Al igual que en El pacto de Adriana (Lissette Orozco, 2017) y El color del camaleón (Andrés Lübbert, 2017), se trata de un relato de segunda (en este caso, ya tercera) generación proveniente desde el “otro bando”. Si los primeros relatos post-dictadura realizados por “hijos” venían desde familiares de víctimas, estas nuevas películas abren la pregunta por la carga y responsabilidad de relacionarse con quienes cometieron los crímenes. Las películas de Orozco y Lübbert tenían que ver con un proceso interno en torno al “qué creer”. El documental de Ovando, por otro lado, busca representar el carácter divisorio que posee la figura de su abuelo en Bolivia. La propuesta dialéctica del ejercicio podría funcionar si el resultado no fuera tan desbalanceado. La presencia de la viuda del dictador y de otros familiares “no convencidos” acumula una carga que podría entenderse si Ovando buscara contrapesos a través del montaje. En cambio, lo que queda es una exposición de familiares que no solo gozan de la herencia material de Alfredo Ovando, sino que además todavía niegan su implicación en crímenes. El tono distanciando con que el director interroga a sus familiares termina por evidenciar la falta de voluntad de confrontación. Resulta inevitable imaginar un ejercicio similar desde algún miembro de la familia Pinochet. La película imaginaria es evidentemente terrible.

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Si la imagen de Alfredo Ovando se vuelve cada vez más opaca y abyecta hacia el final del film, la presencia de Fernando Birri en Ata tu arado a una estrella (Carmen Guarini, 2017) es divertida, jovial y revitalizante. Constituida en parte por el rescate de Guarini de su registro del rodaje de Che: ¿Muerte de la utopía? (Fernando Birri, 1997), el documental vuelve la cámara hacia el fallecido autor mientras este entrevista a diversas personalidades de la izquierda respecto al estado y vigencia del concepto de utopía. En el presente, Guarini también registra parte del impacto de Birri en Cuba e Italia, para finalmente reencontrarse con el director argentino.

Lo primero que llama la atención del rescate de material que realiza Guarini es que la pregunta por estado de la utopía se mezcla con la presencia fantasmal de los entrevistados. Se trata, por coincidencia o por destino generacional, de una serie de personalidades de la izquierda fallecidas recientemente: Eduardo Galeano, Gabriel García Márquez, Ernesto Sábato y, por supuesto, el propio Birri. Se podría tomar con cierto cinismo esta reaparición de “cadaveres” de la izquierda si la intención de Guarini no quedara tan clara. Si la pregunta de Birri podía ser, y lo fue, calificada como desfasada a fines de los noventa, el gesto de anacronismo de Guarini es todavía mayor. La necedad, diría Silvio Rodríguez también en los noventa, es la proclama de la directora, al mismo tiempo que logra un cariñoso retrato de la figura del director de Tire dié (1960).

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Las cruces (Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, 2018) presenta otra clase de mirada retrospectiva. El documental se basa en la masacre de Laja, crimen de dictadura en el que se asesinó a 19 trabajadores de celulosa de la planta CMCP, en la comunidad de La Laja. A pesar de tratarse del relato de un hecho político particular, Arredondo y Vásquez evitan todos los métodos del documental descriptivo.

Lo curioso es que ese tono descriptivo es evitado utilizando el más alto nivel de detalle y descripción en torno al caso en el sonido. Las diversas voces narradoras van leyendo, con un tono de recitado neutro, los documentos judiciales existentes, incluyendo testimonios de algunos carabineros involucrados directamente. La imagen, por otro lado, se sitúa en el presente de los territorios de Laja y Lonquén. La mayoría de los planos, con algunas excepciones, presentan partes del paisaje a través de un ritmo pausado. Esta descripción visual del territorio, que vista sin sonido podría parecer una película de Gustavo Fontán, establece una extraña relación con la frialdad y brutalidad que emerge desde la banda sonora. El ejercicio de Arredondo y Vásquez indaga en profundidad sobre la posibilidad de representación de este tipo de eventos. ¿Pueden las imágenes contar la historia de unos desaparecidos? Las cruces parece producto de buscar la imagen justa como respuesta, más que la imagen bella. El resultado es por momentos confuso, pero por lo mismo impactante.