El cielo está rojo: Desconfiar de las imágenes

El “evento” no es reconstruido desde una perspectiva sincrónica sino asincrónica, merodeando el relato, pero a su vez renunciando al “acceso a la verdad” para proponer sus mediaciones discursivas (los archivos). A partir de esta evidenciación, el documental propone una verdad que se descubre a través de un proceso en el cual el espectador forma parte activa. No hay guías morales o grandes textos: el montaje funciona a la forma de organizar los hechos, pero también poniéndolos en relación, estableciendo contrapuntos o comentarios, a cuyas conclusiones debe llegar el espectador.

El cielo está rojo renuncia a operaciones habituales en el cine documental. No se encuentran aquí voces en off narrativas, entrevistas de “cabezas parlantes”, textos explicativos, y los registros de cámara realizados para la película son escasos. En la hora y cuarto que dura nos sumergimos de lleno en imágenes, registros, audios, que reconstruyen un evento, pero cuyo destino inicial en su mayoría era una carpeta judicial. El “pie forzado” del documental deja la vara alta para lo que debe resolver durante la duración del metraje: la reconstrucción del trágico incendio de la cárcel de San Miguel el año 2010, en el que fallecieron más de 80 reclusos.

Para ello, el documental se apoya en archivos de diversa procedencia: registros orales del juicio llevado a cabo de forma posterior, el video de la reconstrucción de los hechos para la fiscalía, registros de celulares en el momento del evento, registros de cámaras de seguridad. Poco más. A partir de estos elementos, se apoya centralmente en la edición y la forma en que establecerá el vínculo con estos materiales. Lo que en otro documental podría haber sido un “material de apoyo”, en El cielo está rojo es la columna vertebral que sustenta todo el metraje. El efecto es una suerte de inmersión subjetiva en los testimonios y eventos que se sucedieron a lo largo de esa noche para llegar a la tragedia. Poco a poco se van evidenciando diversos conflictos estructurales: el hacinamiento, la tensión entre guardias y prisioneros, la demora en la respuesta, así como la torpeza y desidia institucional, cuando no un posible complot, en la cual la propia cárcel podría estar implicada. Todas aristas que en el juicio no se resolvieron del todo, pero a las que el documental busca dar nueva luz.

No se trataría, entonces, solo de una denuncia, no al menos al uso del documental habitual, sino de mostrar la cantidad de elementos puestos en juego para llegar a una situación así. Empieza y termina en el hacinamiento, pero continúa con la pregunta por los derechos humanos básicos, agudizando una pregunta en torno al modelo privatizado de prisiones, los cuales no tienen mayor fiscalización. A la desigualdad estructural de una sociedad, la respuesta ni siquiera estaría en las cárceles, espacios que, en este caso, demuestran la inseguridad y el desprecio por quienes deben caer ahí por uno u otro motivo. El documental enrostra la cara menos amable de una sociedad que encuentra en la cárcel la exclusión del campo de lo aceptable bajo la alfombra. Un gesto que desbarata la constante construcción de un “otro” considerado violento, enemigo, delincuente.

Se destilan, desde el tratamiento, varias cosas interesantes. La primera de ellas es, precisamente, la postura frente al evento. El “evento” no es reconstruido desde una perspectiva sincrónica sino asincrónica, merodeando el relato, pero a su vez renunciando al “acceso a la verdad” para proponer sus mediaciones discursivas (los archivos). A partir de esta evidenciación, el documental propone una verdad que se descubre a través de un proceso en el cual el espectador forma parte activa. No hay guías morales o grandes textos: el montaje funciona a la forma de organizar los hechos, pero también poniéndolos en relación, estableciendo contrapuntos o comentarios, a cuyas conclusiones debe llegar el espectador.

Lo segundo respecto al tratamiento, habla de una determinada “sensibilidad material”, una performatividad construida a partir de los efectos del archivo y no su “detrás”. No quiere decir algo así como “la pérdida del referente en pos del simulacro” si no que enfatiza la especificidad y rol de estos medios materiales (archivos, etc) en la construcción de la verdad documental. Plantea una lectura mediada y abierta que obliga a confrontar en su verdad sensible los artefactos audiovisuales que el documental propone desde el re-montaje.

“Ver como volver a ver”, decía hace algunos años una propaganda de Fidocs. Farocki nos invitaba a “desconfiar de las imágenes”. Ambas fórmulas funcionan aquí: por un lado, necesidad de volver a ver, desplazando la función original de unas imágenes, para re-organizar y observar otros sentidos posibles, “prender la ceniza” de un archivo que estaba destinado a perderse en la burocracia. A su vez, “desconfiar” como propuesta de lectura atenta, no esencialista, de la imagen, dar cuenta del artificio, origen, uso, resignificación de esas imágenes a la hora de hacer un relato documental. Una posibilidad de construir verdades documentales complejas para situaciones que ameritan la mayor de las seriedades.

 

El cielo está rojo. Dirección: Francina Carbonell. Fotografía: María Ignacia Muñoz. Montaje: Francina Carbonell, Christopher Murray, Andrea Chignoli. Sonido: Vicente del Pedregal. Casas Productora: Storyboard Media. Productores: Gabriela Sandoval, Francina Carbonell. Productores ejecutivos: Gabriela Sandoval, Carlos Núñez. País: Chile. Año: 2021. Duración: 73 min.