Editorial: Imágenes del país que nos mira

Su exhibición en televisión es un punto ganado para la construcción de la memoria histórica, ampliando así los espectadores habituales del filme -más allá del cine o la militancia. No podía dejar de pensar cuántas personas la estaban viendo por primera vez. Imaginaba estudiantes, jóvenes activistas post estallido,  pero también gente de todas las edades e intereses -como mi madre- que se sumaban esas noches a un visionado fragmentado pero sincrónico. Un “suceso” que estaba aconteciendo para muchas personas al mismo tiempo, aún cuando ello estaba mediado por la experiencia doméstica e individual -no el mítin o el festival.

Serge Daney recordaba en su clásico e imponderable texto El travelling de Kapo (1992), cómo su vida cinematográfica giraba en torno a esas películas que lo “habían mirado más de lo que él había visto”, imágenes recurrentes, obsesivas, compuesta por aquellas películas que nos han visto crecer, y que “nos miraron, rehenes precoces de nuestra biografía futura”.

Esto se me vino a la mente con lo sucedido el fin de semana pasado, me refiero a la primera vez que se exhibió por la televisión abierta La batalla de Chile (1975-1979) de Patricio Guzmán, una película que, acaso obstinadamente y a pesar de su censura histórica durante todo el período democrático, no ha dejado de mirar nuestro presente con obsesiva fijeza. Y se trata, para mí, de una de esas películas que jamás ha dejado de encontrarme.  Su exhibición por el canal La Red durante el fin de semana pasado fue tema de discusión a lo largo de todos esos días, publicándose columnas y comentarios en redes sociales, mientras generaba -aún- tal nivel de polémica que la marca Carozzi anunciaba su retiro de patrocinio al canal.

Un historiador amigo (Luis Thielemann) escribía en sus redes sociales, celebrando su exhibición: “La Batalla de Chile no es una obra sobre la memoria, es LA memoria. No es una reflexión sobre un pasado perdido, es el pasado y al verlo deja de estar perdido, se recupera y reproduce para siempre”. En ese mismo posteo, Luis recordaba como su proyección en encuentros, asambleas, mítines pertenecía a una “eucaristía de izquierda”, una que circulaba de mano en mano, primero en vhs, luego en copias mejores en dvd. Gracias a esta circulación se configuró en una suerte de memoria del pasado reciente que la Dictadura y luego la transición buscó borrar (la del gobierno de la Unidad Popular y golpe militar). Y así, durante mucho tiempo, cada exhibición suya -como la inaugural de Fidocs a fines de la década del noventa- establecía un verdadero hito cultural.

Su exhibición en televisión es un punto ganado para la construcción de la memoria histórica, ampliando así los espectadores habituales del filme -más allá del cine o la militancia. No podía dejar de pensar cuántas personas la estaban viendo por primera vez. Imaginaba estudiantes, jóvenes activistas post estallido,  pero también gente de todas las edades e intereses -como mi madre- que se sumaban esas noches a un visionado fragmentado pero sincrónico. Un “suceso” que estaba aconteciendo para muchas personas al mismo tiempo, aún cuando ello estaba mediado por la experiencia doméstica e individual -no el mítin o el festival.

Una parte de mí no pudo evitar sentirse atraída magnéticamente por esa experiencia de “ver en televisión La batalla de Chile”. Sentí que, a través de esta experiencia, mediada por el computador en streaming, me hacía verla o leerla de distinto modo. Luego, viendo redes sociales, mucha gente twitteó sobre las similitudes con nuestro presente, particularmente horrorizados por la capacidad de confabulación por parte de los sectores de derecha respecto al gobierno de la Unidad Popular. También fascinados por los rostros, los discursos de pobladores, obreros, militantes para salir a defender el gobierno de Allende. Es interesante, porque esta Historia encarnada en tragedia, a sabiendas del “spoiler”, fascina por un dispositivo documental de registro, de presencia, de conocer, a través de esas imágenes.

Como muchos, creo, me impacté -una vez más- por algo que creía saber pero que el documental me obliga a no olvidar: la impotencia, la dignidad, las ironías de la Historia, el oportunismo ideológico, la maquinaria del poder, el odio, la traición y, por sobre todo, la catástrofe. Pues, La batalla de Chile, es una película contada desde la fractura, desde la interrupción, desde la derrota, a partir de esa escena trágica, inolvidable, de los Hawker hunter sobre La Moneda. No puedo, si no, recordar una y otra vez la primera vez que ví esa escena, y la huella sobrecogedora que dejó en mi recorrido biográfico. Ese suceso, ese archivo, y lo que puede haber producido en muchos otros que lo vieron por primera, segunda o tercera vez.

 Y es que aquí volvemos a la reflexión de Daney. El crítico continúa su itinerario formativo que lo persigue desde la enseñanza escolar, recordando a Resnais y aquellas imágenes de la catástrofe, con las cuales el cine -y el espectador- entraban a su fase adulta. Con películas como Hiroshima, mon amour (1959) y, particularmente, con Noche y niebla (1956), donde:

“la esfera de lo visible dejó de estar totalmente disponible: hay ausencias y huecos, vacíos necesarios y llenos superfluos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes”.

No es que dude en lo que representa la película de Guzmán para las liturgias de izquierda. En gran parte, eso me constituye por una experiencia biográfica (fue en esos contextos donde pude verla). También asumo el valor absoluto que tiene como documento de época, cuestión celebrada por los historiadores y estudiosos. Pero, incluso con todo ello, pienso que la película de Guzmán para mí constituye un hito relativo a lo que entendí que podía ser (y hacer) el cine, relativos a una ética de la imagen y su forma de vincularse al espectador, a partir de esas imágenes extremas de la derrota. El lugar en que nos interpela y sitúa, para volver inteligible un proceso encadenado a través de un montaje multiplicado y desdoblado eisenstenianamente en las fuerzas sociales del período (maestría de Pedro Chaskel). La fuerza del registro de la cámara en mano; los espacios fotografiados en blanco y negro; el lirismo de la vida cotidiana; la amenaza de la violencia desde la fuerza de los aparatos represivos; la encarnación del poder popular; el sonido de la nagra registrando el grano de las voces corales que constituyen los muchos que vivenciaron y se anclaron a este momento, dejándome en la inquietud de cuantos pudieron sobrevivir...

Ver La batalla de Chile a través de los años, para mí, fue la entrada a mi vida adulta cinematográfica, comprendida esta como la búsqueda por una “imagen justa”. Una suerte de ciudadanía política adquirida a través del cine. Quiero pensar, así, que por esas tres noches, quienes asistimos a esa particular exhibición habitamos un particular “país del cine” constituído por esos afectos comunes.