Ceros y unos: Apuntes piratas sobre el streaming y las salas de cine

La agresiva avanzada de las plataformas y la reciente discusión sobre el futuro cierre de las salas de cine ha llevado, como ocurre a menudo al hablar de cambios técnicos, a una dicotomía de experiencias. Como retórica de la “defensa del cine”, se ha levantado a la sala ya no como el visionado ideal-original, sino como el único ritual válido frente al individualismo del visionado casero. “En el cine, como corresponde” se ha convertido en el mantra. Sin embargo, para quienes vamos al cine cada semana, al mismo tiempo que vemos películas en casa, en soledad o en compañía, esta reducción ante otras alternativas merece una mayor discusión.

I.

Los relatos autobiográficos de cineastas de la modernidad explican su relación con el cine remontándose a la infancia, al momento de las películas “de iniciación” que Alain Bergala propone como los cimientos de la formación de una sensibilidad cinéfila. Las “escapadas” al cine que recrean Truffaut y Eustache, los azarosos programas y cambios de sala que describe Ruiz en las Poéticas, las réplicas amateur de Demy que Varda recrea como tributo en Jacquot de Nantes (1991), el lugar de refugio del marginado en The Long Day Closes (Terrence Davies, 1992), la expansión de la imaginación y el asombro en El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). Un cine y una cinefilia que se entienden desde el impacto de estar por primera vez en una sala oscura, el primer contacto con una forma particular de interrupción del mundo.

Con todo este imaginario en mente, el recuerdo de mi primera experiencia de este tipo siempre me pareció un contraste decepcionante. Casi no tengo recuerdos del evento en sí, pero sé que fue en una de mis visitas a Santiago, al “norte”, como se le decía desde Punta Arenas. En ese entonces, visitar la capital era una oportunidad especial para ver estrenos en salas grandes. Estrenos que, aún en los 90s, llegaban con atrasos de meses o años a mi ciudad, apodada turísticamente como “el fin del mundo”. No podría describir casi ninguna de mis sensaciones en ese primer encuentro, menos aún considerando que, según me cuenta mi madre, dormí más de la mitad de aquella exhibición de Space Jam (Joe Pytka, 1996).

Los primeros asombros cinéfilos vinieron poco después, de manera bastante menos espectacular. Puntualmente, el primer encuentro con Chaplin en la televisión durante un período en que la inexistente supervisión estatal le permitía al canal regional infringir todo tipo de leyes de copyright, incluyendo el micro-acontecimiento que supuso la transmisión nocturna de Actividad paranormal (Oren Peli, 2007), esta vez adelantando por varios meses su estreno en los cines de Santiago. Aún así, las posibilidades que había en mi ciudad para extender esta nueva y demandante curiosidad inaugurada por Charlot eran extremadamente limitadas. Leía en cibercafés nombres de cineastas y películas famosas a las que, con mucha suerte, de vez en cuando se podía acceder por VHS prestados o películas arrendadas.

No fue hasta otra visita en Santiago que me encontré con una manta en la calle –cuando todavía era común ver la piratería expuesta—repleta de algunas de las películas sobre las que había leído, además de una maleta donde el vendedor te dejaba explorar aún más. Si bien ahora puedo dar cuenta de la limitación canónica de la oferta, en aquel momento fue una especie de solución mágica a mis restricciones geográficas y materiales. Gracias a mi reducida recolección de datos, puede escoger algunos títulos clásicos (Al final de la escapada, 8 ½) junto a opciones extrañísimas derivadas de conocer el nombre del cineasta, pero no el título de alguna de sus obras importantes. Mi primer encuentro con Ruiz, por ejemplo, fue a través Shattered Image (1998), lo que me hizo pensar durante años que su cine fuera de Chile se vinculaba con las películas puzzle en el seno de Hollywood.

Si bien tengo recuerdos relevantes de algunas funciones en el cine local –la escena de la pelea en el baño de Promesas del este (David Cronenberg, 2007), particularmente, me reveló la diferencia de la observación de una coreografía corporal en formato grande–, prácticamente todas las películas que me marcaron durante mi formación fueron vistas en casa. No las vi programadas en televisión ni en funciones alternativas que prácticamente no existían en mi ciudad: fueron DVDs piratas, al comienzo, y después Torrent, la herramienta principal de mi cinefilia.

Comienzo con este recuento personal porque, si bien corresponde a una situación de ciertas coordenadas particulares, puede dar cuenta de un tipo de cinefilia que no siempre ha entrado en la discusión actual en torno a las “nuevas” formas de ver. La agresiva avanzada de las plataformas y la reciente discusión sobre el futuro cierre de las salas de cine ha llevado, como ocurre a menudo al hablar de cambios técnicos, a una dicotomía de experiencias. Como retórica de la “defensa del cine”, se ha levantado a la sala ya no como el visionado ideal-original, sino como el único ritual válido frente al individualismo del visionado casero. “En el cine, como corresponde” se ha convertido en el mantra. Sin embargo, para quienes vamos al cine cada semana, al mismo tiempo que vemos películas en casa, en soledad o en compañía, esta reducción ante otras alternativas merece una mayor discusión.

 

II.

 

En El año del (des)enmascaramiento, Roger Koza propone un breve recuento del año cinematográfico pasado a la luz de los efectos del “regreso” a los cines después del levantamiento de las cuarentenas más estrictas. Koza, en sintonía con otros diagnósticos recientes, ve en el streaming no solo una competencia que resta y cierra espacios de exhibición a las salas de cine, sino también la aparición de un régimen espectatorial completamente diferente. Uno de los cambios viene condicionado por el espacio doméstico y su vínculo con la familiaridad y la distracción: “La modulación del nuevo espectador es indiferente a la propuesta estética elegida: lo doméstico no solo es dominio de certezas, resulta también un ámbito propicio para la discontinuidad de la experiencia, la dispersión cognitiva y la distancia emocional”.

Koza conoce bien y tiene razones para señalar la dispersión que existe en el hogar, un espacio que no permite la completa interrupción de nuestro tiempo cotidiano, uno de los pilares de la experiencia en una sala de cine. Una obra pensada para la atención ininterrumpida puede verse fracturada en múltiples ocasiones. Este fenómeno es tan común que, como he comprobado con varios y varias amigas, dejar el celular lejos del cuarto se ha vuelto una de las estrategias más comunes para no interrumpir la experiencia. La voluntad de atención y las ganas de ver la película son insuficientes, se necesitan métodos que nos obliguen a atenuar la distracción. Además de las diferencias lumínicas y sonoras evidentes, ver una película en un computador es una acción que atenta contra nuestro uso diario de este, es decir, interactuar, interrumpir, usar las teclas.

Sin embargo, antes de caracterizar al espectador de streaming principalmente a través de este cambio de espacio, habría que considerar la entrada de lo doméstico a los espacios de visionado desde bastante antes de la aparición de Netflix o los home theater (y, por supuesto, mucho antes de la pandemia). David Bordwell propone que el cambio hacia el régimen casero no apareció con el streaming, sino con la posibilidad misma de tener una película bajo nuestro control temporal. La desaparición del appointed viewing –un horario de comienzo y final para la película—llegó con las cintas de video y los formatos caseros sucesivos, por lo que esta idea de la experiencia fragmentada, principal blanco de varias críticas actuales, podría pensarse en una historia medial más amplía que incluya las teclas de la casetera, del control remoto y de las interfaces actuales de las plataformas.

Si las películas en el cine (o en la televisión tradicional, incluso, a pesar de las pausas comerciales) tienen una temporalidad propia a la que nos adaptamos, en el visionado casero las películas pueden adaptarse a nuestro tiempo. En ese sentido, Bordwell piensa que gran parte de la importancia del streaming pasa por los cambios en los modelos de distribución, pero sostiene que se ha sobredimensionado su importancia en el cambio de hábitos espectatoriales. La discusión de la “ontología del streaming” ha tendido a omitir o solo considerar de paso lo normales que eran los visionados caseros desde mucho antes de la aparición de Netflix.

 

III.

A comienzos de la pandemia, cuando se pensó en una lista de películas que parecían haberse “adelantado” al virus, uno de los nombres más citados fue el de Tsai Ming-Liang. Days (2020) fue presentada en el último festival grande que pudo celebrarse antes del avance del Covid-19 y se convirtió prácticamente en una premonición de los meses siguientes para quienes pudieron verla. El cine de Tsai, más o menos desde Vive L’amour (1994), es un cine de distancias, paisajes urbanos vacíos y contactos corporales temerosos. Últimamente, esta posición de Tsai como director-profeta ha regresado nuevamente a propósito de relacionar Goodbye, Dragon Inn (2003) con la situación actual de las salas de cine post-streaming.

De manera menos pronunciada que los casos mencionados al comienzo, también se trata de un relato autobiográfico donde Tsai examina el inicio de su relación con el cine desde la infancia, particularmente en la escena de apertura en la que un nieto y su abuela ven Dragon Inn (King Hu, 1967) a sala llena. Ya en el presente, la película se exhibe en una reposición que no alcanza la decena de espectadores, incluyendo a dos melancólicos ex-actores de la versión original entre el público. Muchos de los planos y la ambientación de Goodbye, Dragon Inn parecen hablar del presente cinematográfico: encuadres de cuerpos en medio de butacas vacías, películas que no encuentran su audiencia.

Lo curioso de esta nueva lectura es que Tsai Ming-Liang ha sido bastante claro en que Goodbye, Dragon Inn no se trataba de una respuesta a una preocupación ante el futuro de las salas de cine, sino de lo que ya había podido observar a comienzos de siglo. Según su descripción, la decadencia que exhibe el teatro Fu-Ho en la película era más o menos la misma que la que había visto al rodar una escena de What Time is it There? (2001) allí unos años antes. No se trataba de un caso excepcional, como documenta Nick Pinkerton en su reciente libro dedicado a la película, sino de una situación general que aquejaba a casi todos los cines de barrio en Taipei durante la última década del siglo XX, especialmente después de la llegada de los multicinemas. Si bien la melancolía de Goodbye, Dragon Inn, sin duda, puede servir para interpretar nuestros tiempos, no es tanto porque haya sido una película que se adelantó a los suyos. Como varias obras atemporales, al contrario, lo que hizo fue describir con exactitud su presente.

En Santiago de Chile, la investigación “Nuestros cines ya no están”, liderada por las académicas Claudia Bossay, María Paz Peirano y Alicia Scherson, da cuenta de una situación similar, pero en un período de tiempo bastante mayor. Realizando un catastro solamente en el Barrio Yungay, las investigadoras cuentan la existencia de casi 20 cines en el sector durante el siglo XX, una veintena de la que solo sobrevive el Teatro Novedades. Entre varios incendios, depredación inmobiliaria, bancarrotas y competencia rapaz, este trabajo permite enmarcar la idea del cierre masivo de los cines populares en un período largo y complejo que no se puede resumir ni en la pandemia ni en la aparición de las “guerras del streaming”.

Por lo mismo, también se hace necesaria pensar esta diferencia entre tipos de cine a la hora de plantear esta rivalidad entre experiencias en la época del multicinema. Cuando Óscar Cuervo reclama frente a la avanzada del streaming en los comentarios de la nota de Koza que: “Cualquiera que haya presenciado el final de una película en una sala de cine conoce la sensación de los primeros segundos en los que uno vuelve a la calle, con las últimas imágenes de la película todavía apagándose en la mente y la extrañeza con la que volvemos a reconstruir el orden cotidiano”, podemos preguntarnos: ¿Qué pasa cuando esa salida de la sala da hacia un patio de comidas? ¿Cómo se reconstruye en ese caso nuestro “orden cotidiano”?

 

IV.

 

El diagnóstico de Tsai, entonces, no tiene que ver con la desaparición de los cines a nivel general, sino con la desaparición del cine como una experiencia popular sostenida por las salas de barrio. En paralelo a este cierre masivo en la segunda mitad del siglo XX, el cine de multisala se instalaba como la opción más común para la salida cinematográfica. En un artículo de Film Comment del 2016, Kent Jones hablaba de la “marginalización del cine”. En su tesis, Jones ve que el aumento de la preocupación por la posible “muerte del cine” y su pérdida de popularidad tiene más que ver con que este deje de ser un “campo dominante” que con una preocupación real por su posible desaparición. A pesar del título del artículo, la tesis de Jones no es necesariamente pesimista; el cine puede ceder este espacio para seguir cultivándose como lo hacen la literatura o la música en vivo, orgullosamente desde un lugar que no es necesariamente el primario

Sin ir muy lejos, Steven Spielberg, considerado como una de las "víctimas" de la situación actual debido al poco tiempo en salas y la mala taquilla que tuvo West Side Story (2021), discutía junto a George Lucas una idea no tan diferente en un panel de debate en 2013. Tanto Lucas como Spielberg creían, hace casi 10 años, que la “televisión por internet” sería el futuro del cine, convirtiendo a la exhibición en sala en algo similar a un espectáculo de Broadway, un evento “especial” más caro donde será más difícil asistir de manera casual, como se hacía en los cines de barrio.  Por otro lado, también predicen que las películas de presupuestos masivos rotarían por semanas, mientras que las más baratas pasarían directamente a pantallas pequeñas. Si bien se trata de una visión bastante pesimista, Spielberg afirma mostrarse más o menos preparado para un escenario así después de las dificultades que tuvo para programar Lincoln (2012) masivamente.

No deja de ser curioso ver este diagnóstico de parte de Spielberg, cuyo “fracaso” reciente es inseparable del acaparamiento de salas que tuvo simultáneamente Spider-Man: No Way Home (Jon Watts, 2021). Cualquiera que exploró la oferta de Cine Hoyts o Cinemark durante esas semanas pudo verlo: hasta 16 funciones diarias del blockbuster de Marvel que dejaban a las 3 o 4 películas restantes repartiéndose las escasas funciones vacantes. Esto, según reclaman muchos análisis, tendría que ver con una progresiva “infantilización” de la audiencia que ignora la oferta de películas más “serias”. Spielberg, afirma la crítica, se convirtió en el símbolo de cierto clasicismo que ya no consigue espacio frente al cine adolescente de efectos especiales. Un diagnóstico que no deja de ser curioso considerando que hace unas décadas Spielberg era señalado como el propulsor principal del cine de efectos especiales, un comerciante que logró que la ambición estética del Nuevo Hollywood mermara.

Como ocurre a menudo, se buscan respuestas de corte “sociológico” para pensar en las preferencias de la audiencia y cómo estas influyen sobre la cartelera. Es decir, la exigencia del público que llenaba cada función de Spider-Man, o que llena ahora las de Dr. Strange, termina por moldear la oferta, haciendo que las películas de superhéroes se pongan por encima de todo. ¿Por qué se cree en una especie de “mano invisible” de la cartelera? En lugar de culpar y subestimar al público –un concepto tan variado como abstracto—, habría que pensar cómo el avance de las plataformas y las multisalas han modelado esta posición. Existen explicaciones de otro orden que no responden a un supuesto cumplimiento de la demanda popular. En un sentido bastante más amplio, siguiendo una lúcida entrevista al brasileño Pedro Butcher, se podría pensar que la sala de cine ha quedado fuera como espacio útil para el capitalismo contemporáneo, con la excepción de estos mega-eventos de recaudación. En el capitalismo de la vigilancia y los datos, como señala Butcher, las salas están en amplía desventaja frente a las plataformas de streaming: “La sala de cine, al no proporcionar tantos datos a las grandes corporaciones capitalistas, no interesa tanto en el nuevo escenario que nos encontramos”.

V.

 

Con todo esto en mente, la idea de que la resistencia ante el panorama actual esté en la acción ir al cine a ver "lo que sea", o el hecho de apuntar cualquier experiencia por fuera de la sala como un sucedáneo lamentable, difícilmente sirvan para evitar el cierre de las salas o la avanzada total del streaming. Frases como “para verla en el cine, como corresponde”, probablemente solo aceleren el proceso de marginalización. Cuando Koza apuntaba, en una conferencia sobre los cambios de costumbres espectatoriales, que “el cinéfilo no es un consumidor”, el énfasis se ponía en cómo la selección algorítmica modela una forma de visionado que solo apunta al consumo. Si bien coincido con la idea, no creo que la ida al cine sea la única experiencia en torno al cine que se oponga a este sistema. Ahí es donde aparece la omisión más evidente en esta discusión: Quienes practican la piratería tampoco son consumidores.

Un ejemplo: Dos personas comentan In Front of Your Face (Hong Sang-soo, 2021) a la salida del Aula Magna en el Festival de Cine de Valdivia. Si esta dupla es capaz de analizar con cierta libertad el lugar de esta nueva película en la obra de Hong, si pueden hacer referencias a Mujer en la playa (2006) o Hahaha (2010), es porque existe un trato tácito: estamos entre piratas. Si hablan después de Benning, Shepitko o Elaine May, también. Si existe un interés intenso y exigente respecto a la historia del cine, el paso por la piratería es inevitable. El desprecio generalizado a la experiencia casera es, entre otras cosas, poco honesto con nuestra experiencia real; ni siquiera entre mis amigos y amigas que más asisten a la sala existe una renuncia total a esta forma de acceso a las películas.

En el ensayo From Langlois to “la loupe”: Thoughts on piracy, Flavia Dima explica las razones por las que asoma la piratería en un texto que resuena bastante con mi adolescencia provinciana: “La piratería está vinculada estrechamente con el concepto de “falta” –de acceso a la cultura para los pobres, o para quienes vienen de áreas geográficas con una infraestructura cultural con lagunas, fallida, o incluso inexistente, de acceso para películas que solo se pueden hallar así, y, recientemente, de un sentido de comunidad cinéfilo durante la pandemia”.

La “guerra de pantallas”, como prefiera llamar Butcher a las “guerras de streaming”, no solo se desarrolla entre las salas de cine y el streaming, si no también entre las plataformas y modos de acceso “alternativo”. El cierre de sitios como Zoowoman, la baja de archivos del Acervo Fílmico Digital, o la reciente amenaza del fin de Subdivx, están íntimamente ligados a la manera en que se manejan los derechos de exhibición digital casera en la actualidad. El streaming, según Bordwell, nace como una respuesta a la piratería, cambiando la noción de ser dueño de un objeto potencialmente duplicable a rentar una “experiencia” que no poseemos. La oposición streaming/sala de cine es insuficiente. 

Por otro lado, la increíble curatoría de sitios como Another Screen, la extensión de streaming de la revista Another Gaze, demuestra que las posibilidades de esta forma de exhibición tampoco se reducen a la mera recolección de datos. En el escenario actual, habrá que seguir expandiendo la defensa a las formas en amenaza. A las salas de cine independientes, por supuesto, pero también a las posibilidades de dar visibilidad a otras películas que no llegarán a salas, sin negar la variedad de las experiencias estéticas. Necesitamos una discusión que no niegue la complejidad del paisaje medial presente.