La Mirada de los Comunes (17): El comunista que diseñó la música

La operación nuclear en el trabajo de Morricone era, no musicalizar el cine, sino que el cine se filtrara a través de la música. Que los gestos aparecieran a pesar de la música. Quizá en eso radicó su profundo y confeso comunismo, en esa capacidad de poder leer los gestos que son comunes a toda la humanidad a través de su propio trabajo. Una idea que se encuentra en el núcleo de todo eso que Hollywood odia: una comprensión de la música como compañera del pensamiento y no como esclava del entretenimiento.

«Buona sera, buona sera», fueron las palabras iniciales del muy breve discurso de agradecimiento que Ennio Morricone dio el año 2016, cuando la Academia se resignó a darle un “premio honorífico” por su trayectoria. Los premios que esa academia otorga en nombre del “honor”, suelen esconder un castigo acumulado: Charles Chaplin, Michelangelo Antonioni, Kirk Douglas, Jean-Luc Godard, Hayao Miyazaki, Agnès Varda y Ennio Morricone comparten el honor de ese premio Oscar genérico, pero también comparten el honor de haber sido vistos como “comunistas” por la Academia.

El anticomunismo de la Academia ha sido, desde el nacimiento de esa nación, una característica determinante al momento de otorgar sus premios, en gran parte porque es el certamen con mayor grado de autoconocimiento y sabe de sí mismo que el comunismo es un pecado que los consumidores de su gusto no compartirían. El castigo a las y los comunistas es un gesto que la Academia repite y parece mostrar que hay algo que amenaza a esa máquina inmensa de producción de entertainment. Es como si hubiese un matrimonio poligámico entre capitalismo, entretenimiento y consumo en el núcleo de la producción cinematográfica de Hollywood, que se expresa en un sentido profundamente individualista: los premios Oscar no castigan naciones, idiomas, casas de producción, sino que castigan individuos. Es interesante cómo ese anticomunismo de la Academia permite que se filtre su propio modo de pensar, siempre teniendo en frente la evaluación de individuos, rostros y nombres.

Sin embargo, así como se filtra el anticomunismo por la vía de la censura, es la cultura la que también se filtra de manera inversa. Como afirmó Christian Metz, «la peculiaridad de la censura, y una de sus características más notables, sin la cual nunca podríamos comprender su existencia, es que las cosas siempre logran superarla», afirmación que resulta comprobada por los mínimos gestos que esos comunistas pusieron en escena al recibir su premio. En el caso de Morricone, nunca le dio a la Academia el honor de hablar en inglés. «Buona sera, buona sera» decía con cierto grado de nerviosismo, mientras un amigo suyo traducía su discurso instantáneamente al idioma del entretenimiento. Y es que Morricone forma parte de esa tradición de artistas imposible de datar que se expresan exclusivamente en su obra, que no hay nada que explicar por debajo, que todo lo que ellos creen se muestra y no se explica. Antecesor de Morricone es Ludwig van Beethoven: cuando aún no estaba completamente sordo, una dama le pidió amablemente que le explicara la pieza que recién acababa de tocar, a lo que el genio alemán respondió con gusto interpretando la obra nuevamente. Todo está ahí, no hay algo por debajo, mostraba Beethoven. Morricone es particularmente importante en esta tradición, especialmente para el cine, dado que refuta esa inocente idea del británico Peter Greenaway que sintetiza el cine en la fórmula música + imagen = cine. Morricone, podemos afirmar, es quien diseña la música del cine (el soundtrack, para decirlo en lenguaje hollywoodense), pero lo hace en un sentido profundo: la música no es un adorno del cine, no es una manera de ornamentar la imagen, sino que es un tipo de imagen.

El trabajo de Morricone, un artesano incansable, no se resume en haber puesto sonidos de suspenso cuando el héroe se caía de su caballo, ni tampoco en producir un sentimiento de nostalgia cuando en pantalla aparece la campiña italiana: Morricone comprendía el cine, literalmente, como una forma de la imagen. Esto se expresa en una anécdota de Stanley Kubrick: el genio matemático del cine, que alguna vez le preguntó al veterinario de su perro cuántos langüetazos debía dar el can para absorber la totalidad del medicamento recetado, no podía imaginar cómo es que cada gesto de Claudia Cardinale en Once Upon a Time in the West (Sergio Leone, 1968) calzaba de manera tan precisa con la música compuesta por Morricone. Tras ver la secuencia por enésima vez se decidió a llamar a su colega y preguntarle por el misterio. Sergio Leone, quien fuera compañero de pupitre de Morricone, le contestó riéndose: «Stanley, primero grabamos la música, luego filmamos la escena». Kubrick lo entendió inmediatamente y sería una técnica que utilizaría más adelante en A Clockwork Orange (1971), pero lo que había de fondo era un asunto de emancipación: con Morricone, la música deja de estar al servicio de la imagen. Pensada así, la música es una forma de la imagen, una estructura de los gestos, que se instala en el núcleo del cine. No por nada, en 1978, Morricone hizo la música del Mundial de Fútbol realizado en Argentina: un ejercicio como ese no podía consistir en adornar los goles, sino que debía construir la estructura del campeonato que, lamentablemente, no protagonizó el cinematográfico Maradona por ser aún muy joven.

Vale la pena recordar que Morricone musicalizó las obras más importantes de Pier Paolo Pasolini, el escandaloso comunista. Por los mismos años que componía la música para la opera magna del spaghetti western, diseñó la estructura musical de un filme comunista: Uccellacci e uccellini (Pier Paolo Pasolini, 1966). Luego de ese trabajo, Morricone se llevó una “muy buena impresión” de Pasolini, algo polémico de ser dicho en público, cuando el cineasta boloñés ya era catalogado como alguien intratable. Forjaron, así, una amistad que le llevó a producir la música del filme más censurado de la historia: Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975). Un irónico vals sería el encargado de abrir las puertas del infierno de Salò, sin el cual sería difícil comprender la complejidad de la crítica que Pasolini produjo antes de ser asesinado a traición.

La música como estructura de la imagen es algo que alejó muchas veces a Morricone de los autores que, como Quentin Tarantino, compraban los derechos de sus obras para ponerlas al servicio del entretenimiento hollywoodense. Muchas veces se filtró en sus entrevistas que, para él, el cine de Tarantino era “una mierda”; se filtró tantas veces como las que salió al paso para corregir y poner en contexto esos dichos. Pero lo que hay de fondo es, justamente, esa filtración: la operación nuclear en el trabajo de Morricone era, no musicalizar el cine, sino que el cine se filtrara a través de la música. Que los gestos aparecieran a pesar de la música. Quizá en eso radicó su profundo y confeso comunismo, en esa capacidad de poder leer los gestos que son comunes a toda la humanidad a través de su propio trabajo. Una idea que se encuentra en el núcleo de todo eso que Hollywood odia: una comprensión de la música como compañera del pensamiento y no como esclava del entretenimiento.

La descripción más acabada de Morricone probablemente la dio ese productor estadounidense que, al ser interrogado por quién era ese tal Ennio que trabajó en Days of Heaven (Terrence Malick, 1978), contestó: “Es el comunista que diseñó la música”.