La Mirada de los Comunes (21): Para un comunismo maricón

El filme de Sepúlveda traiciona a Lemebel, tanto como el cine traiciona a la literatura, del mismo modo en que una política de izquierda debe traicionar a ese comunismo caricaturesco en que profundizan historiadores e historiadoras que creen que la Historia es la acumulación de números y grandes nombres.

En momentos de incertidumbre el miedo, quizá la pulsión más antigua, es protagónico. Más aún cuando esos momentos están insertos en una historia que se sienta frente la posibilidad de despedir una buena parte de su presente: un momento constituyente es, a la vez, una luz de esperanzas poco claras y de miedos que se tornan de un color oscuro siniestro. El miedo principal, tal vez, es el que se padece respecto a la forma en que adoptará la comunidad en que hemos proyectado nuestras esperanzas: el cambio de las “reglas del juego”, por unas que aún no conocemos, produce el miedo a la comunidad que viene. Surgen, en este contexto, los temores de una comunidad sin cabeza y de un pueblo sin pies. Los miedos, por supuesto, al comunismo, ese fantasma de gran rostro que pretende anular cada singularidad en favor de la totalidad. Por eso, en los tiempos del miedo a lo que viene, surgen los discursos “anticomunistas”, que no son sólo patrimonio de los conservadores de siempre, sino también de las progresistas que reniegan de lo que fue la experiencia comunista: que Stalin mataba a los homosexuales, que ninguna mujer llegó a dirigir el Comité Central, que la utopía se derrumbó, son verdades con las que el miedo forma alianza para arrinconar toda posibilidad de la imaginación, entendida como la actividad política por excelencia.

En la tensión que se traba en la disputa por el futuro, la comunidad totalitaria es la sombra de la libertad de esos individuos que buscan proteger sus fantasías personales de progreso. En esa tensión, sin embargo, se instala un proceso de asamblea que busca como resultado dar a luz un “nosotros” digno de ser llamado “pueblo”. ¿Cómo pensar ese proceso de constitución, que es a la vez despedida de un presente y producción de otro, teniendo en frente esta tensión? ¿Cómo, en definitiva, hacer política sin miedos?

El filme Tengo miedo torero (Rodrigo Sepúlveda, 2020), inspirado por la única novela del cronista Pedro Lemebel, presenta este problema en dos dimensiones. Por una parte, haciendo reverencia lejana y solemne a los gestos literarios de Lemebel, problematiza la dimensión individual de la identidad bajo el emblema “la revolución será maricona, o no será”. Este punto es fundamental para dar cuenta de esa tensión entre el individuo libre y la comunidad aplastante: mientras hay quienes defienden una igualdad limpia y aséptica, en que cada integrante de la comunidad sea lo más parecido a un huevo, la disidencia sexual opone una suciedad específica, que recorre los pies sangrantes de las Yeguas del Apocalipsis y llega hasta el rostro grotesco de Hija de Perra. La suciedad que opone la disidencia sexual aparece en la polisemia de la palabra “maricón” y sus variantes (“mariconada”, “mariconerío”, “maricona”): en nuestro dialecto, “maricón” no sólo refiere al homosexual, con cierta carga clasista y homofóbica, sino que también refiere a la figura del traidor (“el maricón que hizo una mariconada”).

En esta segunda acepción se juega una idea de traición que resulta interesante, no sólo en lo relativo a las formas estéticas, sino, y en el mismo sentido, a la cuestión política: el filme de Sepúlveda traiciona a Lemebel, tanto como el cine traiciona a la literatura, del mismo modo en que una política de izquierda debe traicionar a ese comunismo caricaturesco en que profundizan historiadores e historiadoras que creen que la Historia es la acumulación de números y grandes nombres. Una política maricona, en su acepción traicionera, no sólo es aquella que incluirá a las locas y todas las formas de su disidencia, sino aquella que abandone ese compromiso con una idea de identidad fija, para comprender que la comunidad que construimos no sólo la haremos en el momento constituyente, sino todo el tiempo que venga después de ese momento. Una revolución maricona será aquella que traicione la idea misma de revolución apoyada en una ideología previa, como también a la concepción que afirma la existencia de un “mundo real” que debe cambiarse por otro mejor: un comunismo maricón sería aquel que traiciona la historia de los partidos comunistas para producir un presente común, basado en la disputa, la diferencia y el disenso.

La otra dimensión en la que el filme de Sepúlveda presenta el problema del miedo a la comunidad es una que a la erudita crítica de cine le irrita, pero que justamente es en la que coincide con la operación literaria de Lemebel: que la historia que se cuenta sea irrelevante, poco precisa, poco verdadera respecto de los grandes hechos que conforman la historia de la recta provincia. Cuando Roberto Bolaño, con el escándalo propio de las verdaderas amistades, se enteró que Lemebel publicaría una novela y que sería una de amor, la cronista del pueblo le contestó: «Si po, niña. Una novela rosa». Al crítico que intenta arrebatarle el lugar a los magistrados, le irritan las historias irrelevantes, dada su costumbre a comentar los grandes filmes sobre grandes guerras y grandes hombres, donde la precisión es tan cierta como su desconocimiento sobre los frentes de batalla y las decisiones de los grandes hombres. La virtud de Tengo miedo torero, en este punto, consiste en invertir la relación entre los rostros y la historia: el gran atentado fallido a Pinochet pasa por detrás de la pequeña historia rosa de la Loca del Frente; hace de lo menor algo protagónico, y así nos muestra la posibilidad de leer la historia desde esa luz menor que comparten las luciérnagas, los neones de los cines porno y los últimos satélites soviéticos que aún dan vueltas al planeta.

La operación, maricona, de saltarse los grandes sucesos históricos para contar una historia menor -que es algo que Bolaño también hizo con su literatura- es la muestra ejemplar del modo en que puede combatirse el mayor triunfo del pinochetismo, en tanto neoliberalismo, entendido como una cultura del egoísmo: el golpe militar, como quiebre, y la dictadura como pavimentación, produjeron la destrucción de la política, no sólo en lo relativo a la intervención del poder judicial y la anulación del poder legislativo en el período 1973 - 1989, sino que produjo ese malestar llamado “consenso” de los años 90, que puede traducirse en la incapacidad cultural que tenemos para disentir en un sentido político relevante. A lo que debemos atrevernos, en tanto comunidad que piensa en su futuro, es a estar en desacuerdo; tenemos que aprender a ser maricones, no con los demás (de eso ya hemos abusado), sino a ser maricones con la idea que tenemos de nosotros mismos: atrevernos a traicionar un pasado para producir nuestro presente.