Django Unchained: Días de matiné

 Brad: "¿Recuerdan cuál es la filosofía de la violencia? Un forajido es sólo un alma violenta; cien son una banda. Pero si se juntan 100.000, son un ejército. Ese es el punto: más allá de los confines que limitan al criminal individual, la violencia perpetrada por las masas se llama historia.” (Cara a cara, Sergio Sollima,1967)

El Spaghetti Western, a estas alturas, es mucho más que un subgénero  creado para ocupar el espacio perdido por el western americano a comienzos de los sesenta; caracterizado según sus más duros detractores, por su vulgaridad extrema, por sus argumentos simples y carentes de subtramas, por sus numerosas secuencias de violencia nihilistas, en muchas ocasiones, fascinantes y fascistamente atractivas. O simplemente por sus actuaciones siempre al límite, en ocasiones verdaderos ejercicios de expresionismo barroco, como los mejores momentos de un desbordante Klaus Kinski, y en otras, por sus héroes al borde del autismo o como lo escribió Alex Cox -aquella promesa del cine punk que derivo en regular estilista de spaghetti western- a propósito de la actuación de Franco Nero en el Django de Corbucci: “Si María y Django fueran personas reales, podríamos decir que son víctimas del síntoma de stress post traumático, con el trauma aún en acción”. Está demás el referirse a los ya trillados comentarios de los puristas del género, en su convención americana, en cuanto a las deficiencia técnicas del spaghetti, con su  uso intensivo del zoom, o sus abigarradas puestas en escena, como si se tratase de una tensión permanente y consiente con el espacio clásico dominante de los western, como si la existencia del western italiano fuera simplemente un producto bastardo, carente de originalidad y sometido a la noble estirpe del western clásico, intocable e incorruptible en su efectividad moral y formal.

Sin embargo, podrían existir otras motivaciones, o al menos otras estrategias materiales de los diversos realizadores de spaghetti western, que complejizan el panorama de la simple explotación comercial de un imaginario instalado en los espectadores desde hace décadas. Es cierto, Leone, Corbucci, Fulci, se cuelgan del western norteamericano como los manieristas italianos lo hicieron de los maestros renacentistas, pero no es menos cierto, que lo hacen en un momento en donde se presiente la crisis de las representaciones anteriores y se precisa de un recambio de imaginarios populares que sean capaz de encarnar las motivaciones de una nueva generación de espectadores y futuros realizadores. Es más, podríamos, de manera brutalmente sintética, vislumbrar al menos tres tensiones diversas para la emergencia de esta sensibilidad fílmica:

  • Una y aceptada por todos, es el nicho abierto en el mercado norteamericano en uno de sus géneros más fuertes y demarcadores de identidad nacional: el western clásico, quien habiendo llegado a sus mayores densidades formales, comienza a instalar profundas sombras en las esquinas de sus encuadres.
  • Otro es la irrupción de diversos filmes japoneses que aprovechando este nicho se dispusieron a copar el mercado con relecturas de la cultura popular norteamericana -desde Hammett a Ford- desde planteamientos fuertemente estilizados, el caso de Yojimbo, verdadero detonante en la industria italiana del spaghetti western.  Es tan fuerte e indiscutible su presencia en el spaghetti western, que el mismo Kurosawa lo debe dejar por escrito en un telegrama: Signor Leone: Tuve la oportunidad de ver su película. Es una película muy buena, pero es mi película. Como Japón está suscripta a la convención de Berne sobre copyright internacional, debe pagarme”.
  • Una última tensión, vinculada y sintetizando  las anteriores, pero con un nuevo desplazamiento, integraría como en los buenos westerns italianos, la necesidad de dinero y cuantioso botín, también profundos deseos de venganza a una industria inmisericorde; una percepción de negocios y de cambio generacional, que implicaba una puesta al día en la estética de los géneros, debilitados frente a la renovación de las nuevas cinematografías de los 60, pero también se puede percibir algo más profundo y más cercano a la tradición artística italiana: esa superficie capaz de percibir la fascinación plástica de la crueldad que otras representaciones ocultan en sus buenas y equilibradas maneras. Es decir, esa retorcida visión del mundo conocida a veces como manierismo.

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Regresemos ahora por un momento al último filme de Tarantino. No estoy en posibilidad de reconocer si esta mejor o peor logrado que sus trabajos anteriores, pero reconozco lo obvio, y es que conserva esa mirada enciclopédicamente manierista, combinado con una capacidad envidiable de empatía con el espectador, características que lo ha convertido en uno de los autores más populares de la actualidad. Es decir, es capaz por lo general, de combinar el discurso de la cita con soltura admirable, al mismo tiempo que maneja con tal fluidez los códigos de los géneros que no produce esa tensión habitual entre los realizadores del cine desde el cine y los realizadores desde el argumento, tensión que tanto abunda en el cine actual norteamericano. Con Django Unchained, Tarantino se desplaza por territorios revisitados por diversos realizadores contemporáneos, sobre todo en el cine asiático, donde el gran autor del cine negro Hongkonés, Johnnie To, ha construido una estilística tan elegante como deudora de los filmes de Sergio Leone y John Woo por dosis similares. Con personajes instalados en dudosas problemáticas morales, pero pertrechados de asombrosas capacidades para asesinar y evitar asesinados, que han sido desplazados con el tiempo y por sobre todo por la gran industria de la entretención a zonas ridículamente fronterizas con los superhéroes de acción.

Tarantino en Django, pretende instalar un juego en dos direcciones, que posiblemente decidirá su futuro en la “versión final cut” del director, que pronto aparecerá en el mercado. Pues si algo llama la atención en este filme, es ese doblete de filme de violencia de explotación por un lado, y por otra parte, la necesidad de no ofender a nadie profundamente en la galería. Es, digámoslo así, un filme de matiné de gran nivel. Una notable pieza de entretención, que sin embargo complace a demasiados y molesta a muy pocos. Es posible que eso se deba principalmente a las diferencias más que a las semejanzas con el western italiano, al cual hace referencia desde su título. O mejor dicho, a los vacíos o falsas promesas que el filme ofrece en relación a la poética italiana pero que finalmente no cumple o deja en estado de interrupción. La fealdad y bizarría moral de los protagonistas de la mayoría de los Spaghetti western, libraba al cine de los edulcorados héroes del cine clásico, ofreciendo en su lugar dudosas figuras que sustentaban sus acciones en motivaciones básicas como el dinero -temática habitual de los filmes de Corbucci, como el Django fundacional, cuya ambición se reducía a obtener una cantidad de dinero- o la venganza más descarnada. En el Django de Tarantino, algo complica la efectividad de ese modelo, con una figura claramente heroica, en donde sus motivaciones para la acción no solo son amorosas y no hablamos de pasión amorosa sino de melodrama burgués: encontrar al amor de su vida, incluyendo mito germano. Se entiende la ironía del asunto, pero a veces la ironía no es suficiente. Quizás el único momento en donde emerge algo de ese carácter de excesiva oscuridad de las figuras del western italiano es la secuencia en donde Django -para conservar un abigarrado engaño ante un traficante de esclavos- se queda observando estoicamente como un esclavo es despedazado por una jauría de perros. Tanto ese momento como la lucha de mandingos, son notas a la doble moralidad del héroe de Tarantino que sin embargo quedan sin resolver.

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Por una parte, los mandigos y sus luchas a muerte, explicitan ese carácter perverso de los terratenientes del Spaghetti western, pero en este caso además ofrecen connotación al personaje de  Calvin Candie (Leonardo DiCaprio) y sus amaneramientos en la barroca mansión de Candyland. La referencia a Mandingo (1975), una película dirigida por Richard Fleischer con James Mason como sádico entrenador de esclavos para luchas a muerte, es legible como cita, pero nuevamente Tarantino prefiere la matiné al peligro de la demanda por racismo. Donde Fleischer era sádico y tortuoso, Tarantino prefiere ser amable y divertido. Quizás el personaje mejor conseguido en la línea de los grandes villanos del western italiano sea Stephen (Samuel L. Jackson), quien construye un esclavo tan alienado en su rol de protector del amo, que logra construir un personaje que incluso físicamente es notable en su desarrollo. Observar como Stephen se presenta inicialmente como el típico esclavo anciano -cargado de sumisión y resentimiento por el resto de los esclavos que repleta folletines y melodramas- para luego dar paso a una creciente progresión de su carácter y su cuerpo. Deviniendo en la misma perversión de la mansión. Es la figura del mal perfecta para una tarde de matiné. Es el objeto de nuestro deseo de muerte. La galería agradece su muerto con un aplauso.

En cambio Django siempre se resiste a demostrar su complejidad. Demasiado serio en su amor, demasiado inteligente en sus planes, no parece tener fisuras y lo que es peor, no carga con ese dolor característico de los protagonistas de los Spaghettis. Dolor que marca la piel, que pretende destrozar el espíritu y azuzar el carácter sádico de la audiencia. Las marcas de Django lo preceden, nunca lo contemplamos sufrir realmente, como en esos rituales de maduración en donde a los héroes se le quebraban los dedos de las manos, o se los golpeaba con látigos con clara intención de desollarlos vivos. No vemos esos estigmas que fascinaban a los italianos, a golpes de disparo en las palmas de las  manos, y en las rodillas, convertían a sus héroes en cristos de cloacas. Véase al protagonista de El gran silencio (1968) de Sergio Corbucci. En el Django de Tarantino parece faltar esa fascinación por la crueldad, esos hijos bastardos y resentidos del dolor físico. Es tan cool, que parece ser más bien un personaje de Blaxploitation que una lectura de los personajes de Corbucci; en cualquier momento esperamos escuchar el tema principal de Shaft, en la voz de Isaac Hayes.

No se mal entienda, Django Unchained no es un filme fallido, sino una apuesta por parte de su director, por plasmar sus amores de adolescentes en un filme que pueda ser compartido por la mayoría de los espectadores. El problema que para realizar eso, se debe pagar un precio, y ese precio conlleva realizar un filme que suaviza los elementos más duros de sus referencias fílmicas. El amor a sus imágenes del pasado lleva a Tarantino de alguna manera a traicionarlas, o al menos a limpiar sus aristas más problemáticas.