El abrazo de la serpiente (2): Imposible equilibrio

El cine latinoamericano, al igual que en otras latitudes marginales, posee una ventaja intrínseca a la hora de representar el destino de sus pueblos originarios y la lucha contra la civilización. A diferencia de las grandes industrias, que perciben todo desde el calculador y distante prisma del entretenimiento, los realizadores de las periferias conviven de manera más directa con la porción de realidad sobre la que trabajan, ofreciendo muchas veces perspectivas más sinceras, menos grandilocuentes, más complejas. Sin la necesidad de la operática digital y efectista que proviene usualmente desde Hollywood, hay películas que logran acortar la brecha que separa nuestra forma de ver el mundo con la de alguno de estos pueblos, haciendo que el lenguaje cinematográfico nos acerque a un horizonte de comprensión distinto, gobernado por una naturaleza otra.

El abrazo de la serpiente cuenta la historia de una doble travesía por el Amazonas en búsqueda de la Yakruna, una flor sagrada con incontables propiedades místicas y curativas. Karamakate, el último chamán de la tribu de los Coihuanos, decide acompañar a un par de hombres blancos por entre los intersticios de la selva, separados 40 años entre sí. El primero, Theo Von Martius, un académico alemán, quien luego de convivir por mucho tiempo con los pueblos del río ha caído gravemente enfermo. Junto a su acompañante Manduca recurre a Karamakate con la esperanza de que lo cure, a la vez de que le conceda acceso a esta delicada hebra de conocimiento ancestral, esquiva para su mente científica y occidental. Cuatro décadas más tarde, viejo y olvidadizo, el chamán emprende ruta nuevamente, ahora acompañando al botánico Schultes, proveniente de Boston, quien anhela revivir el sendero de Von Martius, esperanzado en que al encontrar la preciada flor pueda sanar su principal afección, la imposibilidad de soñar.

Con todos los elementos de una road movie, la película se extiende durante el viaje en canoa por los anchos cauces de la Amazonia, donde el desplazamiento físico tiene un correlato en una transformación personal de autodescubrimiento. Las distintas detenciones que se producen van marcando las relaciones entre los personajes, a la vez que le dan forma a un paisaje basto y peligroso. La ambivalente interacción con otros nativos, la amenaza constante de los invisibles señores del caucho, la oscuridad de las misiones religiosas perdidas en la selva, funcionan todos como hitos que dan cuenta del núcleo del conflicto: la batalla descarnada entre quienes ven la naturaleza como fuente de sabiduría y respeto, y quienes la perciben como objeto de dominio y explotación. En este sentido, el personaje de Karamakate se vuelve central, no solo por ser el hilo conductor entre los dos viajes que componen el relato, sino que además a través de su mirada percibimos la desintegración de un universo. Al inicio de la historia su desconfianza para con el hombre blanco lo hace dudar, pero la promesa de Von Martius de que lo puede llevar con los sobrevivientes de su pueblo lo impulsa a tomar el viaje. Conforme avanza la aventura, Karamakate descubre que aún puede aprender de sus acompañantes y que en el proceso de ayudar a Von Martius también está respondiendo a un llamado astral para cumplir con los designios que su posición demanda.

Lamentablemente, a la vez que percibe la posibilidad de que no todos los extranjeros sean malvados, mientras más se acercan a encontrar la Yakruna comienza a percibir cómo la maquinaria del progreso, ya sea de la ciencia, la codicia o la religión, parece ser imparable. Así, cuando revive su viaje años después, conoce perfectamente los alcances de su poder, la amenaza de lo foráneo y el destino que inexorablemente debe correr uno de los secretos más valorados por su pueblo.

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Desde la perspectiva audiovisual, el elemento que más llama la atención, lógicamente, es la opción por el blanco y negro. El director Ciro Guerra ha dado varias explicaciones al respecto, primero destacando las fotografías presentes en los diarios de los viajeros originales que funcionaron como inspiración. Estas primitivas imágenes, aparte de representar la puerta de entrada para la visualidad de la historia, también reflejaban una forma de ver el Amazonas que ya no existe. Una segunda motivación nace desde la cosmovisión de los pueblos originarios, cuya innumerable cantidad de formas que tienen de ver el verde hace que sea imposible captarlas adecuadamente mediante la técnica cinematográfica. Ambos argumentos refuerzan el punto central, la presentación de un universo en decadencia, al que solo podemos acceder parcialmente desde la óptica de una cámara. Entonces, el aparato, inexorablemente desde afuera, se obliga a una especie de miopía, de autolimitación, a sabiendas de sus restringidas cualidades.

No obstante lo anterior, hay un virtuosismo en el manejo del encuadre que refleja la magnificencia de la selva, la que atrapa desde una perspectiva puramente estética, donde la textura del agua en flujo o del frondoso follaje adquiere una potencia particular mediante la escala de grises. Se levanta el valor de los contrastes, luces y sombras vuelven a resaltar la imposibilidad de la convivencia, la oposición inconciliable entre dos mundos en pugna.

“¿Quién es el dueño de los peces?”, vocifera un agónico Theo, preso de los delirios febriles y el hambre feroz, cansado de las prohibiciones que le ha impuesto su curandero, incapaz de habitar la selva tal como él. ¿A quién le pertenece la naturaleza? El film parece rondar esta pregunta de principio a fin, poniendo a los personajes en la encrucijada de lo incierto. A Karamakate le toma una eternidad comprenderlo, y es que no basta con beber las pócimas de la tierra para entrar en contacto con los dioses. Es el sino trágico de los pueblos obliterados, el abrazo de la Gran Serpiente no está disponible para cualquiera, menos para aquel que no esté dispuesto a arriesgarlo todo por una porción de su sabiduría. Enfrentándonos a un mundo que nunca podremos conocer completamente, ya sea por su complejidad inaprensible para nuestro entendimiento o bien porque simplemente no quedan rastros vivos que puedan hacer el intento, el ejercicio cinematográfico que nos sitúa al borde se vuelve interesante y necesario. Cuando la realidad no alcanza, debemos conformarnos con la ficción, lo que nunca es poco.

José Parra

Nota comentarista: 9/10

Título original: El abrazo de la serpiente. Dirección: Ciro Guerra. Guión: Jacques Toulemonde, Ciro Guerra. Fotografía: David Gallego. Montaje: Etienne Boussac. Reparto: Antonio Bolívar, Nilbio Torres, Jan Bijvoet, Brionne Davis, Yauenkü Migue, Nicolás Cancino, Luigi Sciamanna. País: Colombia. Año: 2015. Duración: 125 minutos.