El irlandés (1): La ética del silencio

Desde cierto punto de vista, Scorsese está oponiendo a la actual maquinaria industrial, que entiende el cine como una sobreescritura reiterada a partir de una misma idea dramática, su propia noción de artesanía, una suerte de franquicia autoral que recurre, como Marvel, a temas, estilos y actores con los que el director ha configurado su propio universo creativo. Más que en cualquiera de sus películas anteriores, la presencia de De Niro, Pesci e incluso de Harvey Keitel en su reciente cinta sobrepasa el guiño cinéfilo a esa vertiente más transversal de la obra de su autor -sus filmes de pandilleros-, y refiere mejor a una afirmación de soberanía frente al estado actual del cine industrial

Hay una dimensión ideológica en las declaraciones que Martin Scorsese emitió contra la franquicia Marvel en momentos en que El Irlandés estaba por estrenarse. Más allá del volátil contexto en que fueron dichas, su idea de que las cintas de superhéroes estaban más cerca de los parques temáticos que del arte cinematográfico dice bastante sobre la naturaleza estilística y formal que Scorsese ha hilvanado su obra desde ¿Quién golpea a mi puerta?, su rabioso debut como realizador en 1968.

Puede haber parecido un comentario sin mayores cavilaciones, que el realizador sin embargo se encargó de defender en más de una ocasión, pero el contexto en que se desató esa efímera tensión con el entorno de Marvel le confiere una profundidad mayor que puede ser leída como una rotunda declaración ética y estética en torno a los mecanismos de la construcción fílmica, reivindicando cierta idea de tradición expresiva a la que el director viene apelando desde hace más de un cuarto de siglo.

Ya en tiempos de Pandillas de Nueva York (2002), Scorsese había tomado la decisión de trasladarse a los estudios Cinecittà para recrear allí ‘The Five Points’, la mítica zona del bajo Manhattan donde se teje el conflicto básico del filme, recreación que podría haber hecho con menos recursos utilizando fondo verde y diseño digital. Pero allí, de nuevo, apeló a la materialidad del cine y a una tradición aferrada al aliento del clasicismo que ha estado en el ADN de todo su cine.

Desde cierto punto de vista, Scorsese está oponiendo a la actual maquinaria industrial, que entiende el cine como una sobreescritura reiterada a partir de una misma idea dramática, su propia noción de artesanía, una suerte de franquicia autoral que recurre, como Marvel, a temas, estilos y actores con los que el director ha configurado su propio universo creativo. Más que en cualquiera de sus películas anteriores, la presencia de De Niro, Pesci, e incluso de Harvey Keitel, en su reciente cinta sobrepasa el guiño cinéfilo a esa vertiente más transversal de la obra de su autor -sus filmes de pandilleros- y refiere mejor a una afirmación de soberanía frente al estado actual del cine industrial.

Poder y amistad

En su ya célebre documental sobre la historia del cine americano (1995) y a raíz de la primera versión de Los Diez Mandamientos (1923) el realizador describía la dramaturgia de Cecil B. De Mille como una pequeña épica individual contada en un gran marco histórico y social. De todas las películas de Scorsese, El Irlandés es la que mejor se aproxima a ese principio dramático primigenio en tanto el filme es, entre muchas cosas, una revisión del desarrollo de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX contada desde los bajos fondos a partir de sus conexiones con el poder político.

En ese gran marco temporal la figura discreta y anónima de Frank Sheeran (Robert De Niro) ejecutor al servicio de la mafia quien, en sus últimos días y mientras yace virtualmente inerte en una silla de ruedas a causa de la artritis, recuerda su ascenso fortuito e irreversible, primero como proveedor de mercancías robadas y pronto como sicario para el hampa en Pennsylvania.

Como lo ha hecho desde Buenos Muchachos (1990) en adelante, el filme se despliega desde la lógica de la confesión -una confesión de contornos religiosos, como han sido muchas de sus cintas-, que repasa cronológicamente momentos claves en la vida de Sheeran desde su encuentro a mediados de los cincuenta con Russell, el jefe del clan Bufalino (Joe Pesci) hasta su acceso al círculo cercano del líder sindical Jimmy Hoffa.

El arco global del filme abre y cierra con In the Still of the Night, éxito musical que The Five Santins impuso a mediados de los años cincuenta y que alude al recuerdo y la nostalgia de un amor pasado y a la fidelidad con ese vínculo. En el mismo sentido, las remembranzas del sicario están atravesadas por la contradicción entre la lealtad y la culpa y es en ese rasgo de su personaje protagónico donde se establecen las principales diferencias entre esta nueva película y la obra anterior del cineasta.

Si El Irlandés es la menos glamorosa y la más distanciada de las cintas que Scorsese ha realizado sobre la vida criminal en su país, en gran medida se debe a la contextura personal de Sheeran, un hombre taciturno, eventualmente violento y distanciado en sus afectos más inmediatos. Pero es su incipiente fama como asesino -rápido, limpio y eficaz-, lo que a la larga le permite acceder al núcleo más íntimo de Russell Bufalino.

Los lazos de amistad en el entorno de la mafia han sido tema central en el cine de Scorsese desde su primera película, y en esa dicotomía entre los afectos, la cotidianidad y la violencia Calles Peligrosas (1973) y Buenos Muchachos tienen contornos casi modélicos en el género. Esa relación por cierto que vuelve a estar aquí, pero el vínculo que a partir de ahí se establece con la lealtad y la culpa es más intenso y trágico.

Casi todo el filme se sostiene a partir de estas oposiciones y también de los costos humanos involucrados en el itinerario personal de su protagonista. Si él asciende y termina situado en un lugar de privilegio no es particularmente por ambiciones de poder o de fortuna -su forma de vida y sus relaciones familiares se perciben particularmente austeras-, sino esencialmente por un asunto de inercias en su capacidad para tomar decisiones.

Lo que distancia a Sheeran del individualismo delator de Henry Hill en Buenos Muchachos, o de la tozudez egocéntrica de Sam Rothstein en Casino (1995), es su lealtad dócil y absoluta hacia el sistema y su capacidad para actuar por obediencia y omisión. Desde ese punto de vista, el itinerario moral del protagonista tiene mayores puntos de contacto con el Jake La Motta de Toro salvaje (1980) en tanto su curva de ascenso y caída personal se relaciona con el modo en que la traición termina por sellar el lento proceso de disociación con que personaje blinda su entorno afectivo, superponiendo la obediencia a las relaciones de afecto, amistad y confianza.

La aparición de Jimmy Hoffa (Al Pacino), casi en la mitad del metraje, refuerza ese juego inestable de lealtades. La tirantez que se establece en las relaciones de poder entre el líder del sindicato de camioneros y los intereses que la mafia tiene en las pensiones de los trabajadores tensionarán permanentemente al personaje de De Niro, en tanto Hoffa es megalómano, histriónico, con una impulsividad que lo vuelve inestable en sus decisiones estratégicas y, por eso mismo, potencialmente peligroso.

El ritmo y el cuerpo

Es cierto que muchos de estos insumos relativos a las pugnas de poder han estado en buena parte de los filme de Scorsese. En parte la ansiedad que había en su nueva película tenía que ver con regresar al universo cálido y cotidiano de sus filme de gángsters que hoy podrían parecer clásicos. Pero el director de El Aviador (2004) elabora una película mucho más compleja en donde la fraternidad criminal es sólo el punto de partida para la descripción de las relaciones con el poder económico y político que se articulan no sólo por la ritualidad ineludible en el género.

Con décadas de distancia, queda claro que es Scorsese quien conoce mejor y de primera fuente el mundo narrado en sus películas y esa identificación con su memoria de infancia y adolescencia le permite hilvanar con mayor eficacia la relación permanente entre la violencia y la cotidianidad. Como en otras películas suyas (El Color del Dinero (1986) y Silencio (2016) entre ellas) aquí no necesita sobredramatizar ni explicitar, le basta con establecer sólidamente los relaciones en juego. La mayor parte de la efectividad narrativa de El Irlandés procede entonces de aquello que se articula en una dimensión interna y esa manera de administrar la puesta en escena le permite cargar de tensión el relato incluso en muchos de sus momentos más anodinos y familiares.

De hecho la extensión del filme se relaciona íntimamente con esa precisión para establecer las piezas dramáticas, antes que con la megalomanía de entregar una película de tres horas y media. Ese tiempo en el que la cinta presenta personajes, los contextualiza y se detiene en hechos laterales sobre algunos de ellos, le permite construir su narrativa en pequeños arcos temáticos que el filme intercala y vincula, a veces a partir de ideas, sonidos y palabras. Por su construcción, por el impresionante nivel de información que entrega respecto de personajes, situaciones, contextos sociales y hechos históricos, la estructura y alcance del filme se acerca más a su documental George Harrison: Living in the Material World (2011), que a cualquiera de sus obras de ficción anteriores, incluidas las películas sobre la mafia.

Sólo por la manera en que Scorsese administra la información contenida en su película y la hace avanzar como una gran masa sinfónica hasta la intimidad y sencillez de su clímax el filme es formalmente brillante. Pero para un director que estableció su sello en las tensiones arteriales que movilizan a sus personajes, el paso entre el explosivo histrionismo de Casino o Los Infiltrados (2006) y la contención de El Irlandés suponen además un tránsito admirable.

En ese despliegue narrativo que llega a ser hipnótico tanto De Niro como Pesci componen personajes que parecen ir a una velocidad opuesta a la del relato. Desde el viaje para asistir al matrimonio de la hija de su abogado -trayecto que articula los recuerdos de Sheeran y cuya anodina normalidad refuerza ese aparente relajo-, los dos protagonistas se mueven y hablan con una cadencia que en momentos claves exacerba las tensiones en juego y, lo más importante, expone veladamente que entre ellos, a pesar de la amistad y de los años de lealtad, la relación de subordinación se mantiene intacta.

Incluso la inclinación al exceso que ha pesado sobre las capacidades interpretativas de Al Pacino se ajustan perfecto a temple de su personaje y refuerzan la distancia que hay entre él y la mesura en los temperamentos de Sheeran y Bufalino. En ese triángulo en donde Scorsese administra dramáticamente los distintos énfasis actorales De Niro logra un trabajo ejemplar que, aunque no redime el giro en sus decisiones profesionales desde 1989, lo devuelven a un terreno de control absoluto de su cuerpo, inflexiones y movilidad. Lejos de su gestualidad caricaturizada y de la autoparodia, el actor construye a un personaje que termina fracturado por la disciplina férrea que lo anuló como ser humano -la parálisis al final de sus días sintetiza en gran medida ese estado interior- y lo convirtió en el último tramo de su vida en un personaje marcado y rechazado.

No es un dato menor los apuntes que Scorsese realiza sobre el envejecimiento de sus héroes. En cierto modo esta también es una película crepuscular y Scorsese, que ha envejecido junto con sus actores, esboza una empatía completa hacia el devenir físico de sus personajes, a pesar de que su mirada actual hacia el crimen organizado sea más severa que en sus primeros trabajos. Que Sheeran se acerque a algo parecido a la redención religiosa no hace menos implacable la manera que el director vuelve a mirar hoy, a los 77 años, ese mundo ya inexistente.

Título original: The Irishman. Año: 2019. Duración: 210 min. País: Estados Unidos. Dirección: Martin Scorsese. Guion: Steven Zaillian (Libro: Charles Brandt). Música: Robbie Robertson. Fotografía: Rodrigo Prieto. Reparto: Robert De Niro, Al Pacino, Joe Pesci, Harvey Keitel, Bobby Cannavale, Anna Paquin, Jack Huston, Ray Romano, Kathrine Narducci, Jesse Plemons, Domenick Lombardozzi, Stephen Graham, Jeremy Luke, Gary Basaraba, Welker White, Action Bronson, Chelsea Sheets, Kate Arrington, Sebastian Maniscalco, Stephanie Kurtzuba, Aleksa Palladino. Productora: Netflix / Sikelia Productions / Tribeca Productions. Distribuida por Netflix. Productor: Martin Scorsese