El viento sabe que vuelvo a casa: Juegos con la verdad

Dentro de las filmografías que establecen un panorama del cine chileno de los últimos 10 años, a la de José Luis Torres Leiva debiesen concedérsele al menos tres características:

  1. Lo prolífico de su producción: cerca de 9 largometrajes en diez años, sin contar ejercicios de estilos u otros experimentos.
  2. Una posición marcadamente autoral que delimita cada uno de sus trabajos en la búsqueda de un estilo personal.
  3. Diversidad y desprejuicio a la hora de abordar géneros, formatos y soportes, que van de la ficción al documental, pasando por el ensayo y el experimental.

A estos datos cuantitativos se suma la dimensión cualitativa, esto es, la profundización y mejoramiento escalonado por cada pieza que ha ido presentado en los últimos años, como si entendiera cada una como un experimento medido y específico de recursos expresivos que van expandiendo una “paleta” a la cual echar mano al momento de afrontar una nueva producción. Es así como de pronto pareciera que  El viento sabe que vuelvo a casa es un punto de llegada. Aquí están los juegos con el límite documental (Ningún lugar en ninguna parte, Tres semanas después), la experimentación formal (Verano), las historias mínimas (Verano, El cielo, la tierra y la lluvia), la observación (El tiempo que se queda, Ver y escuchar) y esa omnipresencia del espacio y la geografía como la marca central de un estilo que sabe trazar -en la luz, el encuadre, el juego entre figuras y fondo- una cartografía dibujada con las demoras del plano.

Pero aun así, la suma de estas partes no explica el producto. Aquí hay algo bien pensado en términos de ajuste estético-estratégico. Un ejemplo de ello es comprender la performance de Ignacio Agüero como un personaje de ficción al cual echar mano. O utilizar las lecciones  aprendidas del cine iraní para desencajar desde el universo cinematográfico aquello que hay de ficción en lo documental y de documental en la ficción.  Así, El viento sabe que vuelvo a casa utiliza una estrategia para trabajar en estas zonas límite, creando una suerte de circularidad entre ambos polos.

Esto, a su vez, tiene algunas consecuencias para una visión de aquello que entendemos por la palabra “documental” y sus contratos con “la verdad”. Antes que establecer una gran voz narrativa dominante, o la ambición de constituir un acercamiento abarcativo a una realidad social, la estructura fragmentaria que propone el montaje establece un acercamiento desde los encuentros y lo aleatorio. (Agüero, recordemos, va encontrando  personajes  a la búsqueda de los antecedentes de una pareja desaparecida hace tiempo en la isla de Meulín). Entre medio de ello están los castings realizados en una escuela pública de la isla y algunos otros encuentros particulares que, a la larga, van contando algunos detalles de los habitantes e historia de la isla. Con todo eso hace algo más que un cuestionamiento a las formas orgánicas del documental y lo abren más bien a un ejercicio constante que pulsa entre la estructura, la puesta en escena y el acontecimiento “real” que modifica los preceptos.

viento-sabeUn ejemplo de esto sucede en las “resistencias” por parte de dos habitantes de la isla, las que de algún modo, tanto como entran al juego de Agüero, lo tensionan o contradicen. Uno de los personajes responde ante la consulta del director acerca de a quién le recomienda ir a conocer. Ella le dice a  Agüero: “Si usted quiere conocer la isla, vaya a recorrerla”. El segundo, una anciana dulce y locuaz, empieza a entender el juego del director al querer llevar el relato y juguetea algo suspicaz con el hecho de la trastienda del documental. Todo este elemento -la trastienda, la producción misma- es constantemente referido en el documental como juego y trastabilleo del documento. El filme podría comprenderse, entonces, como un documental donde el proceso, la falla y el bosquejo se hacen parte de la misma propuesta, profundizando primeramente en la ambivalencia de lo real antes que en su determinación.

Me gustaría apenas señalar dos ideas más. Primero, ya hemos hablado algo de la cuestión perceptiva en el cine de Torres Leiva, ello comprendido como intervención o pregunta por el mundo sensible, a partir de las cuales se despliega una suerte de postulado o búsqueda igualitaria en su cine, muy evidente en películas como Ver y escuchar, El tiempo que se queda o Tres semanas después. Para el caso de El viento sabe que vuelvo a casa aquello también se hace presente desde una espera del otro, aunque justamente no partiendo de su representación, sino apenas mediante un fugaz encuentro, un espacio afectivo pleno de complicidad y extraño lenguaje gestual.

Lo segundo es el elemento de la filiación: la presencia de Agüero es también una cita a su cine y el universo de imágenes que podrían compartir ambos directores, con el antecedente del documental que dedicó al cineasta en Qué historia es esta y cuál es su final (2013) y que se comunican como pregunta por lo cinematográfico con la última película de Agüero Como me da la gana II (pronta a estrenarse). Este ejercicio de citación es algo más que el uso del guiño intertextual, es la forma de organizar un tramado de afinidades y afectos que crean un mundo de referencias, lazos y espacios donde habitan estas imágenes. Una especie de comunidad sensible y fugaz de la cual participan también los espectadores. El que quiera, claro.

Iván Pinto

Nota comentarista: 9/10

Título: El viento sabe que vuelvo a casa. Dirección: José Luis Torres Leiva. Guión: José Luis Torres Leiva. Fotografía: Cristián Soto. Montaje: José Luis Torres Leiva, Andrea Chignoli. Sonido: Claudio Vargas, Fernando Marín. Reparto: Ignacio Agüero. País: Chile. Año: 2016. Duración: 104 min.