Oppenheimer: Ojos en llamas

De inmensa popularidad y prestigio, cualidad doble que la industria, la crítica y el público acordarán que le ha valido un lugar en el olimpo del Hollywood contemporáneo, Nolan ha sacado provecho de su marca que conjuga taquilla e intelecto para empoderarse como el caso atípico de aquel realizador gigante que de seguro se saldrá con la suya con cada proyecto, elevando así una ambición de fabricante de sueños que no deja de superarse a sí misma.

Oppenheimer tiene una duración de tres horas y seis minutos, tiempo que, en su mayoría, está ocupado por escenas compuestas por planos cerrados de hombres hablando de física y política con música de fondo. Síntesis reduccionista y práctica de una película que es —o busca ser— bastante más que eso; estas personas y estas conversaciones son, al fin y al cabo, históricamente importantes. Nos referimos a un filme que aborda nada menos que los pormenores de la invención de la bomba atómica, que está filmado en formato IMAX de 70 mm, y que está concebido para que su visionado más satisfactorio sea en cines aptos para exhibir esta alta resolución. Sí, el último trabajo de Christopher Nolan ofrece una experiencia cinematográfica grandiosa. Pero, sobre todo, su grandiosidad radica en las ansias del espectador por dotarle aquel adjetivo.

De inmensa popularidad y prestigio, cualidad doble que la industria, la crítica y el público acordarán que le ha valido un lugar en el olimpo del Hollywood contemporáneo, Nolan ha sacado provecho de su marca que conjuga taquilla e intelecto para empoderarse como el caso atípico de aquel realizador gigante que de seguro se saldrá con la suya con cada proyecto, elevando así una ambición de fabricante de sueños que no deja de superarse a sí misma. El respeto de nicho que ganase con la astuta Memento (2000) construiría la base firme de una valoración progresiva que lo impulsaría hasta el camino sin retorno con los estrenos de las megaexitosas El caballero de la noche (2008) y El origen (2010). Con tales créditos a su haber, el nombre del británico alcanzó la equivalencia de espectacularidad—pero, siempre, dotada de calidad. Un cine que hay que ir a ver a las salas, porque entretiene a lo grande haciéndote pensar en el proceso. Nolan no se transformó en un encantador mercantil de masas a lo Bay o Cameron, sino en algo así como una versión intrincada, sofisticada y menos familiarmente amistosa de Spielberg. 

Pues bien: que una institución del séptimo arte decida abordar un hecho de la vida real de corte bélico en su siguiente película —acontecimientos verídicos que corresponden a una guerra que continúa convocando especial interés por sobre otras— por cierto que le prende fuego a una ilusión cercana a la presunción de estar ad portas de una (¿nueva?) obra maestra. Es lo que sucede con Nolan; lo que su fama representa ha esculpido un imaginario colectivo tan poderoso, que ya resulta improbable limpiarlo del lente desde el cual se procesa cada flamante producción. Convengamos que así funciona la admiración en base a la trayectoria de cualquier figura exitosa en su campo y, en el caso en cuestión, haría falta una objeción particularmente alumbrante para refutar que, por lo bajo, el cine de Nolan es decente y, por ende, merecedor de nuestra atención, dinero y tiempo. Pero esta dualidad no es mutualmente excluyente; se puede teorizar, en partes iguales, que el director suscita una pasión de multitudes cegadora y que esta predilección no carece de argumentos.

Oppenheimer no es su primera cinta fundada en un evento específico de la Segunda Guerra Mundial. Ya existe Dunkerque (2017), una metódica y pulsante representación de la operación del bando aliado por salvar a los jóvenes soldados acorralados en la playa francesa en 1940 y que, como manifestara Quentin Tarantino, es de esas películas que mejoran con la segunda vista. Esto no es casual. Una película de guerra presupone ciertos códigos y emocionalidades que Dunkerque no utiliza y que, además, acarreó la ardua misión de suceder a la tremenda Interestelar (2014). En vez, el filme protagonizado por Fionn Whitehead es inflexible en su determinación por capturar el sentir de urgencia de un momento urgente y, una vez que esto se comprende, se logra valorar como una apuesta de ingeniería cinematográfica. Oppenheimer pide prestado de esta focalización testaruda, así como del relato organizado en posturas del mismo evento, sin embargo su aplicación es distinta, y no precisamente sobresaliente.

Habiendo escrito el guion en primera persona, Nolan no escatima en su propósito de afinar una narración de subjetividad patente. Es que, si bien nos insertamos también en la mirada recelosa, en perfecto blanco y negro, de Lewis Strauss (un aplicado Robert Downey Jr.), este carril paralelo resulta en un vehículo de apoyo en la conducción hacia el embrollo multifactorial en que J. Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) acaba metido tras encabezar el Proyecto Manhattan, embrollo que se apodera de su cabeza y de la nuestra, mediante el enfoque reiterativo en el atribulado rostro —y ojos— de Murphy. Hay sustancia en esta decisión; el azul prístino de los ojos del actor irlandés es su sello identificatorio y capaz de expresar el sentir exacto de la escena correspondiente. Aquel momento cuando, tras el bombardeo contra Japón, el científico se pone una máscara para lanzar consignas genéricas de triunfo frente a un público extasiado de patriotismo estadounidense aunque, por dentro, resienta la dimensión del horror que ayudó a crear, es una instancia donde Murphy brilla. Pero brilla porque es una de las pocas escenas que le permiten salirse del molde de una angustia restringida en lo físico y atmosférico que, eventualmente, se torna monótona.

La monotonía es consecuencia de un texto y apuesta fotográfica que se obstinan en encerrarse en el juicio interno y externo de Oppenheimer sin alcanzar una profundidad que justifique que todo esto se extienda por más de tres horas. Nolan, cineasta experimentado, no cae en esto por error. Si es así, es porque él así lo quiere. De hecho, en el marco de su filmografía caracterizada por tramas laberínticas, esta cinta biográfica, basada en el libro Prometeo Americano de Kai Bird y Martin J. Sherwin, se erige como una propuesta novedosa. El asunto es que sus tendencias barrocas se cuelan y traducen en la dilatación de una historia que pudo verse favorecida con un tratamiento más compacto. La pasión de Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928) comparte la similitud de tomar el enjuiciamiento de un personaje histórico y enfocarse en su tormento de forma bastante literal, y su principal mérito es que ilustra justamente aquello que versa el título, valiéndose de un rico trabajo de cámara que respalda el riesgo de apenas dejar respirar los encuadres para que la transmisión del viaje emocional de Juana surta efecto. Aquí, el cariz verídico de la historia pasa casi a segundo plano, porque la pieza por sí sola se gana nuestra inmersión. A Oppenheimer, a pesar de su ritmo dinámico, montaje fragmentado, música constante y retrato de la mujer como factor desestabilizante —esto último un vicio autoral— no le alcanza para enriquecer aquel remate devastador para la humanidad que, la verdad, no le toma demasiado tiempo comunicar.

Aunque la película no termina por sostenerse sobre sus propios pies, no obstante, sí recibe apoyo de la fuerza del hecho real que le inspira. Y es de ahí donde la cuarta pared, la mirada del espectador, acaba por concederle la concreción de un impacto que la obra solo promete. Entre el fenómeno Barbenheimer y la expectación por ver qué haría un monstruo del buen cine como Christopher Nolan con un evento histórico de semejante épica, recibir la obra con una ventaja perceptiva es involuntario, inevitable y comprensible. Un producto envuelto en semejante hype simplemente no puede decepcionar, no en el corazón de un público ávido por sentir la vibración en la piel. De ahí a que el producto esté a la altura de la vibración es otra materia, y quedará entre signos de interrogación que el análisis fílmico, ya en frío, deliberará con el paso de las décadas.

 

Título Original: Oppenheimer; Año: 2023; Duración: 180 minutos; Dirección: Christopher Nolan; Guion: Christopher Nolan, Kai Bird, Martin Sherwin; Productores: Thomas Hayslip, Christopher Nolan, Charles Roven, Emma Thomas, J. David Wargo, James Woods; Música: Ludwig Göransson; Fotografía: Hoyte Van Hoytema; Montaje: Jennifer Lame; Actores y Actrices: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Alden Ehrenreich, Scott Grimes, Jason Clarke, Kurt Koehler, Tony Goldwyn, John Gowans, Macon Blair, James D’Arcy, Kenneth Branagh, Harry Groener, Florence Pugh, Matt Damon; Género: Biográfico, Histórico, Drama.