Ostende: Lo imaginario del descanso

Cual diván representado y abierto, en Ostende parece que lo reprimido retorna desde el futuro, pero esto sigue siendo especulación pues su conjunción de elementos inacabados y desenfocados la termina transformando en una película que nos mira al revelar su propia imposibilidad de construir una verdad diegética, mostrándonos y situándonos en el lugar inconsciente de quien ve de forma deseante buscando, pulsionalmente, la mirada indiscreta y oculta en ventanas y miradas que no son nada: un síntoma y un Hitchcock.

Hoy (Hay) pocas películas que, por medio de sus operaciones y artificios, son capaces de construir su superficie temporal logrando poner en jaque los supuestos sobre el “sentido común” lineal de la temporalidad y narratividad fílmica, sobre la base de la representación óptica del deseo.

Aunque apareció hace más de una década, Ostende marca el paso, en su ausencia actual, de una huella a la que se quisiera retornar a modo de subversión de los formatos actuales deslavados y atonales.

Podemos decir, en este sentido preciso, que Ostende altera y critica activamente el formato serial al exhibir la potencia vidente de la imagen-tiempo —sino del cine moderno— su insalvable relación con el mundo psíquico a través de la exposición de la figurabilidad de su propio lenguaje y representación del deseo, y una temporalidad que bien podemos homologar a la operación, siempre en dos tiempos, de todo trauma: actual-virtual donde la dialéctica de la mirada y sus imágenes activan las operaciones fílmicas y el programa de goce que inaugura para nosotros, en tanto espectadores, su régimen de pantalla dislocado e insinuante.

Cristal que enuncia a fuerza de puntos e indicios sutiles toda su estructura, o, en palabras menos pretenciosas y más directas, el carácter ficcional, deseante y pulsional sobre el que se estructura toda verdad (un acontecimiento fílmico es una verdad que dice nuestra subjetividad sintomática contemporánea).

Al fin y al cabo, las películas están hechas para alumbrar la chispa del choque interpretativo que la ambigüedad de sus imágenes —particularmente Lo que ellas velan— provocan al impelernos a dialogar y buscar, sin éxito posible, algún cierre iluso que pudiese dar completitud a las medias verdades que exhibe su conflictividad, tal como la psiquis y nuestro deseo se comportan y figuran: alrededor de un vacío, bajo montaje y desmontaje pulsional y dentro de un régimen escópico.

Ostende —al modo de un oasis fílmico— cumple a la perfección dicha misión a través de Laura, su protagonista, forzándose y forzándonos a entrar en un régimen deseante y de goce escópico que busca compulsivamente sentido en lo que no lo tiene ni lo tendrá, pues es una película hecha, en un tiempo de retroacción, de restos operacionales o indicios, objetos y causas mudos que estructuran el deseo de ser mirado/a en un régimen de permanente separación y distancia entre lo que se ve y los que nos mira (esquizia del ojo y la mirada).

Es tal régimen, siempre ambiguo, el que construye toda la dignidad de su imagen fílmica, y el que a través de restos e indicios muestra y figura —cual trauma con su propio tiempo, cual deseo con su causa inencontrable; en dos tiempos, el primero de la diégesis y el segundo a posteriori y après coup bajo la sombra progresiva de su escena final— la nulidad de su conflictividad central y la vanidad del intento de captura o “interpretación” de su régimen. 

Cual diván representado y abierto, en Ostende parece que lo reprimido retorna desde el futuro, pero esto sigue siendo especulación pues su conjunción de elementos inacabados y desenfocados la termina transformando en una película que nos mira al revelar su propia imposibilidad de construir una verdad diegética, mostrándonos y situándonos en el lugar inconsciente de quien ve de forma deseante buscando, pulsionalmente, la mirada indiscreta y oculta en ventanas y miradas que no son nada: un síntoma y un Hitchcock.

Ostende muestra aquellos dos tiempos del deseo bajo un hotel de descanso de la ciudad homónima argentina, y desde allí vanagloria su virtud de figurarse bajo un juego de significantes que no significan nunca nada más que la opacidad de una media verdad iluminada bajo su tiempo fílmico, discurriendo en una atmósfera enrarecida por la mirada y la escucha de la protagonista sobre cabos sueltos y cotidianos.

Es su tono, pues prácticamente todas sus escenas se estructuran bajo la visión desconfiada de Laura, creando esa atmósfera de inminencia ominosa en base a sucesos sin origen claro ni lugar, utilizando el recurso permanente del desenfoque de los planos, lo que se realza en la escena final que, por su carácter opaco y estrictamente significante, duda de su propia ocurrencia bajo la sombra de un anochecer en progresión.

Duda porque su primer tiempo —superficial— muestra el asesinato y los cuerpos de mujeres tirados en la arena, para luego descubrir sólo al espectador “emancipado” otra sombra que transita en ambas direcciones de la pantalla, en lo que parece ser una bicicleta.

Goce de la mentira y del montaje, la película se espejea a sí misma transformándose en una ventana indiscreta donde somos nosotros quienes quedamos, en contigüidad al deseo de la protagonista siendo mirados por las sombras de sus ventanas y habitando con Laura el tiempo del retorno de una zona ambigua hecha de real y la proyección doble, imaginaria, de la paranoia, que es la estructura que motiva la ficción deseante al modo de una defensa.

Por ello sus fases, tiempos y sonidos son inacabados, proyectos lanzados hacia la caducidad por el desvanecimiento de certezas narrativas. Notamos este empeño exitoso desde el principio: “puntos de capitón” condensados en música que figura su propia caducidad, primero en la letra proyectada a modo de epígrafe al principio de la película: “Bien despacito, ir sintiendo toda la Tierra rodar” (Tarde Em Itapoã, canción de Vinicius de Moraes y Toquinho) y en la repetición sonora de esa canción a medias, pero que se repite dando forma al bucle y al ruedo de la mirada.

Giros y marcas inacabados que indican un ritmo de inminencia donde todo está por ocurrir, pero donde todo acontecer lineal es cortado de forma múltiple por la visión deseante y aberrante de su protagonista, que crea la ilación imaginaria de un encuentro con la mirada de Otro, causa de su deseo.

Indicios ópticos y sonoros: la vista de la protagonista y la nuestra rodando como la tierra: primero en la rotonda vehicular —vista que la sumerge en la fantasía capitalista del descanso costero—, y hacia el final es nuestra vista, encarnada en la pantalla, la que gira hacia la sucesión de los cuadros finales donde se desata el significante del asesinato.

Merece especial atención, dentro de este bucle temporal, el planteamiento hitchcockiano de su atmósfera a través de la aparición de ventanas y miradas indiscretas que vuelven a recordarnos que estamos en presencia de un espejo invertido que muestra un estatuto óptico y curvo del deseo,  donde el delirio, el terror y el sinsentido se presentan en ritmo de suspenso.

Resalta en ese aspecto, en su propio ritmo galopante —al modo de Psicosis— la imagen de la luz parpadeante que hará a la protagonista verse descubierta por un “viejo” espectral que la sorprende oteando: es su forma de tramar la experiencia de exposición y deseo de encontrar-se expuesta a la mirada del Otro, mostrando un goce voyerista que nos involucra a nosotros mismos en ese fascinum, por la vía de la erotización inminente.

Son estos nudos o puntos visuales cortados, insinuantes y de pura inminencia temporal los que hacen su tesitura ominosa y dislocada: (entre otros) el relato rumiante de un futuro director de cine, un partido de fútbol cuya cadencia y luz insinúan algo que no llega, seguimientos inconclusos, contactos físicos y erotizados, agresivos cortados y parciales, películas no filmadas pero rumiadas, indicios que son aberrantes bajo el sino del cine moderno —según Deleuze— pero que en este caso ganan en potencia dramática y tono afectivo por virtud de la proyección deseante de la protagonista.

Marca ineludible y “estructurante” en la “lógica” de estos fragmentos, la inminencia del erotismo en la escena en que Laura se expone —de espalda vuelta— a la mirada de la ventana indiscreta.

En suma, montaje hábil en la construcción del bucle temporal donde nunca se termina de completar o desentrañar el deseo del Otro, por eso, contra cualquier apreciación inmediata Ostende es, primero, un collage de paralelismos donde algunos puntos adquieren relevancia por su metonimia o contigüidad significante, es decir, por el montaje, no por su sentido ni metáforas.

Así, no confundimos los indicios o signos con sucesión, se trata de un programa de goce destinado al disfrute de su inacabamiento, donde estos puntos ganan relieve afectivo por su fuerza de espéculos, puesto que su propio final nos enfrenta a lo fantasmático de la posibilidad de existencia de las realidades múltiples dentro de un discurso supuestamente lineal.

Giros, puntos, vacío y búsqueda de la mirada (deseo) del Otro: Ostende es pantalla llena al ritmo de los paralelismos, los engaños y la paranoia y deseo sintomático que ponen en duda la linealidad narrativa, exponiendo el goce fantasmático y obsesivo que implica buscar compulsivamente sentido: complot, machismo, sexo, conflicto y envidias que parecen no ser sino figuraciones pulsionales activadas por la angustia que trae la condición de ocio, angustia que es —parafraseando a Lacan— la “falta de la falta” que ocasiona el deseo, pero que siempre toca un Real ominoso que “no cesa de no escribirse”, como puede ser el sino de Ostende.

Ostende es “sólo” una representación magistral del cine como espejo invertido de identificaciones imaginarias transformadas en operaciones fílmicas que nos muestran, bajo el artificio del fuera de campo y fondo distorsionado —rechazando cualquier expresionismo— que el cine cuando se pliega sobre sí en bucle, es una forma de ver y suturar el espacio mudo y curso del deseo, un síntoma.

Por eso juega a fascinarnos: donde pensamos/vemos un desenlace allí no está, sino que está donde no pensamos y no vemos. Es la coartada de su escena final la que nos vuelve a remarcar que esta película no tiene desenlace sino circulación permanente de imágenes o significantes.

A no confundirse entonces, Ostende no trata sobre violencia de género y ni siquiera sobre la violencia en general, su virtud está en lo fantasmático de sus puntuaciones construido retroactivamente por un final que sólo señala una vía que toca lo ominoso de un deseo de sentido que circunda y recorre, metonímicamente, significantes opacos sonoros y visuales dejando puntos y marcas en el camino y la significación como resto especular: la muerte que mantiene unidas bajo el hilo del montaje la verdad y la ficción, haciendo del cine un ejercicio digno y de nosotros videntes, personas que dignifican su síntoma hablando una lengua sin sentido, la que se habló en un lugar de Ostende.

 

Título original: Ostende. Dirección: Laura Citarella. Guion: Laura Citarella. Fotografía: Agustín Mendilaharzu, Soledad Rodríguez. Montaje: Alejo Moguillansky. Música: Gabriel Chwojnik. Reparto: Laura Paredes, Julián Tello, Santiago Gobernori, Débora Dejtiar, Julio Citarella, Fernanda Alarcón. País: Argentina. Año: 2011.  Duración: 85 min.