Passages: El amor invisible, el dolor visible

Passages va lenta y a la vez rápidamente calentando motores. No nos regala de forma totalmente literal los sentimientos más profundos de sus protagonistas, o la honestidad que puede haber realmente tras ellos. Todo va sucediendo con la velocidad de los “flechazos” del deseo, pero se toma su tiempo en cada gesto, y con ellos se materializa cinematográficamente en cada giro de la trama. Y ya no el telón de fondo sino esa misma materialidad en la que todo transcurre parece tan pálida como la paleta de colores de la película: una sustancia fría en la que ocurren pequeños sucesos íntimos, juegos de voluntades siempre atrapados en desconfianzas, temores ante esta vorágine velocísima llamada modernidad, pos modernidad o pos post modernidad, lo que sea.

En la primera escena nos enteramos que Tomas (Franz Rogowski) es un cineasta joven, de no muy buenos modales. Poco después vemos a un grupo de amigos en un bar donde una joven, Agathe (Adele Exarchopoulos), rechaza la idea de su novio o lo que sea que este sea para ella, de acompañarla a su casa. Agathe ya en la barra intercambia unas palabras con un desconocido que no es otro que Martin (Ben Wishaw) el marido de Tomas. Cuando este último aparece ahí para abrazar a un aparentemente aburrido o cansado Martin, llama inmediatamente la atención de Agathe. Ambos bailan y luego tienen sexo en la casa de ella.  Martin espera desayunando a su marido a la mañana siguiente. Tomas le reconoce haberse acostado con una mujer: “hace mucho no sentía esto”, le confiesa abiertamente.

Ese es el inicio de una historia de atracciones cuyo eje es el personaje de Tomas, un tipo que desde un comienzo casi nos lleva a creer que los afectos y el deseo en la sociedad mostrada, se han vuelto fluidos con una velocidad que puede transformar las relaciones en espacios duales de confesión y traición simultaneas, y que relativizan a esta última: amistad coqueteando con el deseo, o deseo que transparenta aún más la confianza de la amistad. Pero claramente es solo una ilusión radicada en el ego de su protagonista.

Tampoco Agathe parece interesada en dar explicaciones. Su ex la aborda nuevamente y ella, básicamente, le refrenda con frialdad el no deberle nada. No sabemos qué tipo de relación tenían, solo que ya no es mutuo el deseo y además le ha gustado Tomas. Cuánto de la fama como cineasta de este puede influir, solo queda adivinarlo, pero cuando Tomas se muda intempestivamente con ella, Agathe toma muy en serio su nueva relación, quiere una familia, ser madre.

Passages va lenta y a la vez rápidamente calentando motores. No nos regala de forma totalmente literal los sentimientos más profundos de sus protagonistas, o la honestidad que puede haber realmente tras ellos. Todo va sucediendo con la velocidad de los “flechazos” del deseo, pero se toma su tiempo en cada gesto, y con ellos se materializa cinematográficamente en cada giro de la trama. Y ya no el telón de fondo sino esa misma materialidad en la que todo transcurre parece tan pálida como la paleta de colores de la película: una sustancia fría en la que ocurren pequeños sucesos íntimos, juegos de voluntades siempre atrapados en desconfianzas, temores ante esta vorágine velocísima llamada modernidad, pos modernidad o pos post modernidad, lo que sea.

Más, esa frialdad en la que todo lo caliente explota brevemente y luego teme (en particular los cuerpos entre sí), finalmente no se revela sino como tristeza, sustancia de la tristeza, el mejor logro de esta película. Como en todo juego debería haber ganadores y perdedores, o aún más, víctimas y victimarios. La radiación que parece dejar como rastro Tomas, sobre Martin y Agathe, es una huella profunda. Martin, conmocionado ante el egoísmo de Tomas, egoísmo no solo contra el como objeto, tomará una decisión. Agathe también, dos decisiones en verdad. Opciones que, de cualquier forma, no los liberaran de la pena. Un fuerte dejo tristón. Una huella en la piel que nos incomoda, quizá por el sexo casi explicito mostrado en ese deseo intenso que gira ante un personaje narcisista.    

El cierre nuevamente se funde con Tomas en rapidez, vértigo de la cámara por la ciudad, hasta que el fondo tiende naturalmente a desaparecer para enfocar un rostro, un gesto, un misterio desangelado, que puede ser abstracto y a la vez inocuo, o de un dolor tan profundo que lo haga sentir muy solo y muy real. A diferencia de la tremenda Closer (2004), aquí todos parecen ser más víctimas de sí mismos, menos empoderados en sus representaciones respecto al mundo que los rodea. Si en aquella todo lo sólido se desvanecía en el aire, pero subsistía el poder, ahora lo sólido no se desvanece, es fuerte, denso, sensual, y les permite a sus seres habitar, follar, esperar y rechazar con desenvoltura citadina (“París”), mientras finalmente parecieran -si me permiten la metáfora- quedar solos frente a un muro blanco, o una ventana que mira a un jardín donde llueve, mientras se van disolviendo en una historia que también se disuelve.

Tal vez, y a diferencia de los personajes de Closer, estos sean muy jóvenes para tanta tristeza, o quizá por eso mismo estén atentos en igual medida que vulnerables al ataque letal del egoísmo y el desamor, que, salvo el caso de Martin, no creo merezcan. En la primera, el juego cínico del amor al final consistía simplemente en poder quedarse con el ‘otro’. Aquí, en creer en algo más que nunca llega, hasta el castigo final. Passages en ese orden guarda un sentido más moral, de crimen, fe -o ambición - y castigo.

Título original: Passages; Dirección: Ira Sachs; Guion: Mauricio Zacharias, Ira Sachs; Producción: Said Ben Said, Michel Merkt; Elenco: Frank Rowoski, Adèle Exarchopoulos, Ben Wishaw ; País: Francia, Año: 2023; Duración: 92 minutos, Idioma: Inglés, Francés.