Tan inmunda y tan feliz: Una celebración sin empaná de pino

Este popurrí de imágenes inmundas, rayadas, de escasa nitidez y con la ventaja de un buen sonido, comporta una experiencia en sí. Y el monólogo es como una conversación distendida con una vieja amiga, que es, en realidad, una conversación con la ultratumba, siendo la cualidad elegíaca más osada y evidente. Sin embargo, detrás de esa colección inmaculada de referencias pop y un barroquismo aplastante, había algo más. ¿O no?

Recuerdo cuando Hija de Perra murió en 2014. Algunas personas de mi entorno reaccionaron con sorpresa, otras con tristeza, lamentándose y elogiando un legado inusual en el arte chileno en sus evocaciones en voz alta. Yo había oído hablar de ella un par de años antes; me impactó su nombre y creo que me describieron su aspecto, ese maquillaje facial exagerado, en específico, las cejas inspiradas en la célebre drag queen estadounidense Divine. Pero nunca había visto una imagen suya hasta que se difundió la noticia de su muerte. Claramente, era alguien que no dejaba a nadie indiferente.

Además de Divine, se inspiró en la Madonna del libro de fotografías eróticas Sex (1992), como era palmario en los temas de dominación y sumisión de sus performances. Así lo clarifica su mejor amigo, el cineasta Wincy Oyarce, en el monólogo en off que le provee al documental biográfico Tan inmunda y tan feliz (2022), sobre la vida de Hija de Perra y, por cierto, de la amistad entre ambos, y que, desde luego, él mismo dirigió.

Para ello, desempolvó las grabaciones que hizo de su amiga por más de una década, a menudo en cintas de video, y se podría decir, con absoluta seguridad, que él fue quien registró el material audiovisual más importante de esta artista interdisciplinaria, travesti y activista, y es en lo que consiste la mayor parte del metraje. Asimismo, podría y debería interpretarse como una preservación de la memoria, sobre todo por su estreno comercial en un 2023 tan particular para nuestro país.

El documental abarca desde principios del milenio hasta la muerte de Hija de Perra, época en que dejó su huella en un Chile conservador (o puedes, simplemente, sintetizar la frase en «Chile», y se entiende igual). Vemos fragmentos de videoclips, de entrevistas y del largometraje de ficción que protagonizó Perra y que dirigió y escribió el propio Oyarce, Empaná de pino (2008), donde los diálogos de la actriz se resumen en una mixtura entre un alarido, un gemido orgásmico, una arcada y un gruñido. Ha de ser la principal fuente introductoria de la obra de ambos, por tratarse de una colaboración emuladora de Pink Flamingos (1972), el clásico trash y queer de John Waters, con Divine como la estrella.

Este popurrí de imágenes inmundas, rayadas, de escasa nitidez y con la ventaja de un buen sonido, comporta una experiencia en sí. Y el monólogo es como una conversación distendida con una vieja amiga, que es, en realidad, una conversación con la ultratumba, siendo la cualidad elegíaca más osada y evidente.

Sin embargo, detrás de esa colección inmaculada de referencias pop y un barroquismo aplastante, había algo más. ¿O no? Bueno, debió haberlo. Porque, por memorables que fueran las impresiones que dejó en este plano, ¿de qué trata su legado? ¿Quién estaba detrás del travesti de comentarios desopilantes y cejas escandalosas? ¿Era actor? ¿Se percibía a sí mismo como un hombre o una mujer? ¿O acaso vivía en la ambigüedad provocadora del personaje al punto de que éste se convirtiera en su única y verdadera identidad?

Es esencial responder tales preguntas para acercarse a ella y a su obra, y no soslayarlas durante 87 minutos, como hace el director. Entonces ¿qué quiere decir con esto? Su enfoque contradictorio ya lo sugiere el título escogido, compuesto por dos adjetivos adversos. El primero, peyorativo, funciona como una apropiación orgullosa del repudio a la diversidad sexual que ejerce la sociedad hegemónica. El segundo subraya el orgullo e indica el tono celebratorio de la película, tono que a veces llega a parecer un intento de sanear la inmundicia. Y aunque las contradicciones sean frecuentes durante el visionado, obedeciendo lo sugestivo del título, esta elegía festiva (si es que puede existir algo semejante) deviene en un discurso más sesgado, incluso hermético, y, por lo tanto, repetitivo.

Empaná de pino no es tan distinta de las demás intervenciones públicas que hizo Hija de Perra, siempre excesivas, desenfadadas, ofensivas. Es difícil encontrar matices en su arte. Aparte de cambios de vestuario y escenario, el contenido era inmutable; la suya era, virtualmente, una sola performance de música bailable y shock, de sexo y vulgaridad, de inconformidad y resistencia política. La puesta en escena generaba tanto admiración como repulsión. Sólo se podía interpretar desde la visceralidad.

En regiones no había parangón para sus presentaciones, dada su infrecuencia, por lo que eran hitos culturales para los asistentes, la mayoría del colectivo LGBTQ+. Para muchos la experiencia no volvería a repetirse y su efecto fue, sin duda, duradero y el recuerdo, atesorado por ellos. En cambio, el fenómeno era otro en Santiago, donde era bien conocida. Logró agendar varios espectáculos en los principales espacios culturales de la ciudad, con una propuesta que maduró muy poco a lo largo de los años. Su fanaticada, metropolitana, disidente, no era, digamos, nueva. Les predicaba a los convertidos.

Ella nunca fue alguien como Pedro Lemebel (quien, encima, hace un cameo aquí), sino que se la ha conocido más después de su partida, a través del relato oral, como la leyenda de una revolucionaria, despertando un fervor religioso en sus adeptos. Y me fascina que, a pesar de su populismo, esta diva del underground criollo haya conseguido trascender nuestras fronteras, hasta cristalizarse en un símbolo contracultural ¡de Latinoamérica! Fascinante.

Si bien el origen del personaje pueda ser consabido por sus fans, lo que importa es que la película lo haga saber. Al no abordarlo, se pierde una pedagogía invaluable sobre las causas y todo lo que ella defendió. Me pregunto de nuevo qué pretende el director. Es frustrante que su monólogo, de palabras elocuentes, no llegue a ninguna conclusión, como debería en cualquier contexto cinematográfico. Tenemos, pues, que meditar por nuestra cuenta, estimulados por el collage fílmico.

Con lo transgresora que era, ¿había lugar para la tradición? Yo diría que sí. Atacó al statu quo desde la trinchera entre la política y el arte: la tradición tan chilena del arte militante, y siguiendo esa estela, consolidada con la Unidad Popular, desplegó todo su talento. Empero, ¿hay que tener talento para ser artista? Sé que es una pregunta capciosa, considerando que el talento suele definir el estándar en el arte. Un argumento sería postular que, dado que el arte es un trabajo, basta con saber cómo se hace el trabajo y, ¡zas!, eres un artista. Ergo, el talento es un don que depende del humor de Dios.

Ahora cabe preguntarse si es necesario tener talento para aquello tan singular que hacía Hija de Perra. Pero, después de todo, ella necesitaba otros elementos que, contrario a lo que se pueda creer, rara vez están condicionados por la noción de talento, y ella los poseía. El primero de estos elementos era una sólida agenda antisistema y anti artística. El segundo era una propensión a lo estrafalario que rayaba en la grosería. Luego, ese encanto del que ella rebosaba, con un poco de locura. Y, finalmente, plataformas donde ejecutar las performances, y que acogieran a un público específico, capaz de validar cada performance en su mérito. En consecuencia, fue percibida como una artista y un icono.

Este último es el elemento fundamental. Si una performance careciera de la plataforma correcta, no podría adquirir una categoría; por ende, tampoco podría haber registro que diera cuenta de su existencia ni de su valor. Sin los videos de Oyarce, no habría un documental. Es perentorio tener en mente lo anterior, porque al haber tan poco material original en el filme (exceptuando la narración en off), la única forma de elaborar ideas y criticarlo viene a ser el análisis del archivo que lo compone casi íntegramente.

En 2013, Oyarce grabó la última de sus presentaciones en un museo (no dice cuál), y en blanco y negro. Perra usó una peluca rubia y un uniforme fascista. El personaje era, pues, una «rubia fascista», y los otros personajes iban vestidos con indumentaria afín. Había explicitud sexual. En off, el director comenta con sarcasmo que los asistentes quedaron horrorizados por lo que vieron.

Cuando se escenifica una obra que denuncia la represión social a la que se someten las disidencias sexuales, es obvio que haya un ánimo imprecatorio canalizado hacia los poderes fácticos. Y a cierto público le gusta sentirse escandalizado, como si se liberara castigando algo reprensible en su interior. La cosa es que no creo que esos poderes hayan estado sentados en un salón de ese museo para ser interpelados. Y la otra cosa es que a quienes elaboran estos espectáculos les gusta apuntar con el dedo a la gente, como culpándolos de no sé qué, y ser enaltecidos por su rebeldía. Ora lucha colectiva, ora culto al ego; decide tú.

¿Habría montado Perra algo bello y agradable? ¿Lo habría grabado Oyarce? Tanta socarronería de su parte es una deshonestidad intelectual, y no me sorprende que sea reiterativa, porque el show es el mismo una y otra vez. Hay que ubicarse hasta para faltar el respeto. Hay que escoger bien la plataforma. Si se elige la equivocada, una performance así puede contribuir a la derrota de un proceso constituyente completo, por dar un ejemplo.

Tiene que haber algo más para el arte queer que mostrar el trasero. Y aun cuando mostrarlo sea un poderoso acto de protesta, que se tienda a epitomar el arte queer de un país a una sola expresión es un gran problema. El documental no pone nada de esto en perspectiva.

Con todo, hay momentos sobresalientes, como la entrevista a uno de los actores aficionados del elenco de Empaná de pino, que participó de su mejor escena: el partido de fútbol. Es un indicio de la sensibilidad del director que supo que era esa, y no otra, la escena a destacar. Y hay otras grabaciones interesantes que pudieron aprovecharse mejor. Como el texto incendiario que Perra lee en una universidad; faltó más de eso. O sus charlas sobre enfermedades venéreas; quise ver más de eso.

En vez de instalar una polémica o emitir una declaración taxativa, Oyarce le habla al más allá y éste le devuelve su eco, quedando Tan inmunda y tan feliz a medio camino de una biografía satisfactoria.

 

Título: Tan inmunda y tan feliz. Dirección: Wincy Oyarce. Guion: Wincy Oyarce. Montaje: Wincy Oyarce. Producción: Adriana Denisse-Silva. Fotografía: Constanza García. Sonido: Roberto Collío. Música: Elefante Gonorrea. Compañías productoras: Creas Films,  Indómita Films. País: Chile. Año: 2022. Duración: 87 minutos. Distribuye: Miradoc