Informe XXXIII FicViña (2): La mirada de la medusa

La violencia, para bien o para mal, se vuelve una golosina deseable, una cualidad para ser mostrada y certificada como un pasaporte de legitimidad en determinados circuitos internacionales. Pensar sobre cuánto hay de nuevo en sus mecanismos de representación es exigir el rigor histórico que busca salir de un circuito simbólico cerrado, donde lo que sea que pueda ser el cine latinoamericano no queda para siempre petrificado en la mirada de la medusa. Este problema fundamental debiese ser parte de una programación que, más allá del revisionismo, busque abrir campos nuevos de conversación.

Con más de tres competencias, varios focos y muestras paralelas, el pasado FicViña fue el primer festival nacional ocurrido de forma semipresencial desde que empezó la pandemia. Como todos los años, se confirma una programación abundante, diversa y de impacto temático en la búsqueda de ser representativa de aquello que ocurre cinematográficamente en el continente. Quizás al revés de otros festivales, habría que pensar un re-ajuste al formato digital debido a la cantidad de películas en la muestra, inabarcables en la cantidad de secciones, focos y competencias que se leen en un desequilibrio claro entre cantidad y calidad. Aquí entramos un poco al dilema histórico de FicViña: su sello identitario originado en la década del sesenta, el cual sirve para insertar al cine latinoamericano tanto en una tradición de ruptura como para hacer sentir un peso donde “lo latinoamericano” se vuelve una limitante, sobre todo cuando ese sello pasa a ser exigido como algo a priori por circuitos internacionales de festivales, los fondos concursables o las plataformas de streaming.

Un ejemplo de ello es algo que observaba un grupo de críticos mexicanos en un diálogo reciente en el blog sobre Noche de fuego de Tatiana Huezo, el cine de la narco-violencia, del cual el ejemplo más extremo podría ser Nuevo orden, la cual comentamos el año pasado. Este año, con mayor o menor medida, la violencia vuelve a estar al centro, no sólo en la película inaugural si no también en otras presentes como La llorona (Jayro Bustamante, Guatemala), La civil (Teodora Ana Mihai, México) e incluso en la ganadora, Nudo Mixteco (Ángeles Cruz, México).

Noche de fuego y La civil son ficciones mexicanas que hablan sobre los efectos de la narco-violencia. La primera se ambienta en un pueblo del interior mexicano y sigue la vida de Ana, Paula y María, tres niñas criadas en un contexto de amenaza constante, fruto del control que tienen los narcos sobre el sector. Uno de los ejes de ese peligro constante es el secuestro de niñas, y sobre este temor gira gran parte del filme: el sentimiento de amenaza y la búsqueda de crecimiento en un contexto que lo impide. En su primera ficción, la cineasta Tatiana Huezo consigue un realismo íntimo desde la perspectiva del género y la infancia, pues se trata, en definitiva, de una infancia negada y obstruida, de cuerpos que buscan estrategias de supervivencia en un territorio donde los narcos buscan controlar y ejercer poder sobre ellos. Por su parte, La civil observa la violencia desde la perspectiva de una madre cuya hija fue secuestrada. La protagonista, una mujer llamada Cielo, termina estableciendo un vínculo con el militar que la acompañará en su búsqueda por identificar a los secuestradores. La civil es un thriller obscuro, centrado en la búsqueda desesperada de justicia por parte de una madre que recorre territorios al borde de la ley, mostrando la corrupción de las instituciones y la compleja trama que se da entre el crimen narco al interior de sectores vulnerables. Ambos filmes se centran en las víctimas, dejando un telón de fondo traumático cuyo gol final es la denuncia social.

En ese sentido, la también mexicana Nudo mixteco, ambientada en un pueblo oaxaqueño, es algo absolutamente diferente. No es que aquí no haya víctimas y violencia -están presentes- ni un dramatismo de denuncia -que también ronda-, sino que el filme está centrado en tres historias donde el espacio de los afectos, los intercambios y determinado sentimiento de dignidad aflora en cada uno de los relatos. El primero se centra en una hija lesbiana que confronta los valores conservadores de su padre; en el segundo un hombre regresa de la nada después de mucha ausencia a buscar a su mujer, pero ella ya se encuentra viviendo una nueva vida; y el tercero es sobre una madre que busca salvar a su hija de una posible violación. En las tres historias hay una perspectiva de género, con una crítica al machismo, pero, sobre todo, se trata de mujeres que confrontan con valentía su entorno. La cinta no solo posee una narrativa fluida y sensible sino que se inserta de lleno en la cultura indígena, dando espacio a singularidades, como es la de un juicio público llevado a cabo en la segunda historia.

La llorona, por su parte, es una cinta guatemalteca que aborda un mito latinoamericano que se repite particularmente en el caribe, de donde obtiene su título. Esa historia siempre se trata de una mujer que caminaba por los ríos de noche y se le escuchaba llorar por el asesinato de su familia. Con ese punto de partida, Jayro Bustamante extiende tal historia y la vincula a los juicios a militares que participaron de la masacre contra indígenas mayas a principios de la década del ochenta. Aquí el filme sigue a un general avanzado de edad, que confronta a la justicia, a la vez que empieza a perder la razón y escucha el llanto de la llorona. Un ambiente oligárquico, cercano al decadentismo, circunda el filme, mientras una empleada nueva ingresa al lugar. Una película de ambiente denso, que recuerda a ratos al barroquismo alegórico de Ripstein.

Todos estos filmes asumen como sello un realismo dramático y traumático relativo a la representación de la violencia, casi un género que se asume genuinamente al interior de un registro (la denuncia), pero cuyos efectos reales habrá que medir de acuerdo a sus estrategias retóricas. Esto da pie para interrogarse si su recepción - principalmente en festivales del primer mundo- no se da en términos de una “comunidad de buenas intenciones”, algo condescendientes con lo que ocurre en “latinoamérica”. La violencia, para bien o para mal, se vuelve una golosina deseable, una cualidad para ser mostrada y certificada como un pasaporte de legitimidad en determinados circuitos internacionales. Pensar sobre cuánto hay de nuevo en sus mecanismos de representación es exigir el rigor histórico que busca salir de un circuito simbólico cerrado, donde lo que sea que pueda ser el cine latinoamericano no queda para siempre petrificado en la mirada de la medusa. Este problema fundamental debiese ser parte de una programación que, más allá del revisionismo, busque abrir campos nuevos de conversación.

 

Documentales

De parte de la competencia documental se hace más presente aún el vínculo con la violencia y la historia política reciente. Está el caso de un par de documentales brasileños. Edna de Eryk Rocha es el retrato de una mujer activista de la amazonía brasileña que ha sido testigo de la violencia por parte de las dictaduras, gobiernos democráticos y empresas hacia los habitantes de la tierra. A partir de un registro oral que va combinando su testimonio con sus reflexiones, ideas, emociones, Rocha va estableciendo un montaje experimental que hace parte a la naturaleza y el entorno, fotografiado con contrastes, blanco y negro. La ganadora de la competencia documental, 5 casas de Bruno Gularte, es un recorrido por la memoria personal del director a partir de una vida familiar trágica. El fallecimiento temprano de ambos progenitores y el regreso a su pueblo donde fue criado, hace aparecer una serie de personajes que tuvieron vínculo con él en distintos momentos de su vida: un profesor que lo crió, un amigo gay víctima de homofobia, una monja con vocación social que lucha para no ser transferida... Se trata de historias de dolor y resiliencia donde la memoria habita los lugares. La película establece una rica diversidad de estrategias para representar los ecos afectivos de los espacios por medio de instalaciones, proyecciones y materialidades. Se trata de un ensayo personal sobre el dolor y los espacios, desde una determinada poética del habitar, que cruzan una idea general, a veces algo vaga, de violencia estructural.

 

Otros dos documentales parecían ameritar mayor atención. Ambos toman con fuerza la historia política para establecer una reflexión sobre herencias y tradiciones. La colombiana El film justifica los medios, de Juan Jacobo Castillo, es una pieza que para un festival como FicViña debiese ser crucial. Se trata de un documental de archivo que rescata la historia del llamado “tercer cine” colombiano, movimiento surgido en la década del sesenta, de la mano de Carlos Álvarez, Marta Rodríguez, Jorge Silva, Carlos Mayolo, Gabriela Samper, entre otros. La película cuenta con valiosos archivos de películas -como Chircales (1972), Oiga Vea (1972), Colombia 70 (1970) o ¿Qué es la Democracia? (1971)- y entrevistas valiosísimas con los propios directores, algunos hoy ya fallecidos. El montaje asemeja un homenaje al estilo militante del período siguiendo la línea de Carlos Álvarez, pero también de películas como La hora de los hornos o Now!, desglosando gestos, momentos y una cronología colectiva del movimiento. Un documental que recuerda a ratos a Cinema Novo (Eryk Rocha, 2016) por el uso expresivo y gestual del archivo, aunque más narrativo en términos del testimonio.

La argentina Adiós a la memoria de Nicolás Prividera, se trata, para mí, de una pieza que está a años luz de la condescendencia histórica o el lamento tortuoso. El director de M (2007) y Tierra de los padres (2011) aporta un nuevo ladrillo a una serie de problemáticas que han venido cruzando su obra en torno a la herencia histórica, el lugar generacional y la crítica al presente. Como si fuera la contraparte de M, documental donde Prividera buscaba reconstruir la historia de su madre desaparecida en la dictadura, aquí se centra más bien en la relación con su padre, quien sufre de alzheimer, y que además poseía una cantidad enorme de registros de super 8, en donde se registró la vida familiar, sus viajes y determinados paisajes sociales de la época que vivió. Con el telón de fondo de la dictadura, Prividera reflexiona sobre una relación que se fue quedando en silencio, los desvelos de la imagen y, particularmente, el olvido como forma sintomática y cultural.

La violencia, en estos dos documentales, no es un punto de llegada, es más bien un punto de partida para una reflexión densa sobre la posición histórica y las formas del discurso cinematográfico. Hay en esa batalla por la representación una inscripción precisa sobre los lugares de la memoria, las generaciones y las resistencias del cine que, me parece, amerita subrayarse en el marco de un festival como FicViña por aquello que se pone en juego.