Bob Dylan: La fantasmagoría de los 80 años

En el escenario, Dylan seguía comportándose como lo había hecho siempre, siendo el epítome del cambio, ese cambio que anunciaba en 1964 cuando decía que los tiempos ya no serían los mismos. La conciencia de ello se ha trasladado a su propia presencia en la cultura y en nuestros imaginarios. La mirada sobre Dylan ha respetado ese cambio. A diferencia de otros referentes, en donde la imagen ha intentado fijar y atrapar al mito, la presencia del compositor en pantalla no ha hecho más que reafirmar la imposibilidad de esa contención. Dylan es una presencia fantasmagórica.

“El viejo nació viejo” pensé en 2012 cuando pude ver a Bob Dylan por primera vez -hasta ahora mi única vez- en vivo. La puesta en escena era perfecta: un símbolo, un ídolo de todas las generaciones, alterando todas y cada una de sus canciones hasta convertirlas en irreconocibles. Bob Dylan había nacido viejo, mucho después de cuando se suponía que debía haber nacido y me parecía que por fin tenía la edad que merecía tener. En el escenario, Dylan seguía comportándose como lo había hecho siempre, siendo el epítome del cambio, ese cambio que anunciaba en 1964 cuando decía que los tiempos ya no serían los mismos. La conciencia de ello se ha trasladado a su propia presencia en la cultura y en nuestros imaginarios. 

La mirada sobre Dylan ha respetado ese cambio. A diferencia de otros referentes, en donde la imagen ha intentado fijar y atrapar al mito, la presencia del compositor en pantalla no ha hecho más que reafirmar la imposibilidad de esa contención. Dylan es una presencia fantasmagórica, tal como lo fotografía Martin Scorsese en The Last Waltz (1978): una aparición en medio del hastío y las preocupaciones de Robbie Robertson, líder de The Band, quienes basan su último concierto en la idea de que ya no tienen nada más que entregarle a su público, mientras que, como contrapunto, Dylan irrumpe con “Forever Young”, recordando que tal vez las cosas no son como desearon que fueran, pero aún queda camino por recorrer. Tenía 37 años y para ese entonces ya contaba con 20 años de carrera. Distinto caso fue el vivido a través de Pat Garret & Billy the kid (1973), bajo la mano del implacable Sam Peckinpah, que pudo dulcificar su ya conocida violencia a través de un Dylan que llamaba a las puertas del cielo, como si efectivamente pudiese abrirlas. El fantasma del cantante deambula por toda la película, más allá de su personaje. 

Tal vez quien mejor pudo comprender esa inmaterialidad no fue ninguno de sus compinches de su primera época, sino un fervoroso fanático. Todd Haynes estrenó en 2007 I’m not There, un coral de siete personajes en donde cada uno interpreta a una faceta distinta del autor. Un niño vagabundo, una estrella de rock, un poeta condenado, un místico religioso, un rebelde, un hombre mayor en el final de su vida. “Y todos ellos son Bob Dylan” rezaba el cartel de promoción en esos tiempos. La banda sonora conformaba nuevas versiones y miradas sobre canciones que siguen hablándonos sobre los grandes dolores del mundo. Dylan atraviesa todos los tiempos y todos estos personajes como si efectivamente pudiese ser uno y otro indistintamente. Nuevamente, un fantasma, un ente imposible de descifrar. El llamado de uno de los personajes al pequeño vagabundo que se hace llamar Woodie Guthrie -un homenaje a la figura de formación fundamental de Dylan- no hace más que reafirmar la idea de esta cinta. “Debes hablar sobre tu tiempo” señala ella, pero ¿cuál es el tiempo de un autor que ha vivido todos los cambios radicales de su siglo?

Cuando Scorsese reordenó los materiales sobre Dylan para su Rolling Thunder Revue (2019), optó por generar una fábula acerca de la historia real. Nada de lo que se dice en este documental es cierto, pero tal como señalamos en esa ocasión, frente a una figura como la de Bob Dylan lo que menos nos importa es saber la verdad. Dylan no tiene verdades absolutas y eso lo emparenta de maneras misteriosas con el cine que se ha hecho alrededor de su imagen. Hay un mito que no logra ser esclarecido, pero es exactamente esa sensación la que nos permite seguir observándolo. No necesitamos saber quién es. A estas alturas ya no hay cambios al respecto. 

Hacia el final de Inside Llewyn Davis (Joel y Ethan Coen, 2013), y luego de haber vivido con Llewyn Davis todas las penurias de su vida como cantautor del montón, escuchamos a lo lejos una voz de un joven cantante, una nueva aparición a la que nunca vemos, como una señal de lo bueno y lo nuevo. La voz de ese Dylan de principios de los 60 le recuerda al protagonista que sólo algunos son los llamados a cambiar la historia. Casi desde su propia inconsciencia, y solo con la certeza de que el camino no se acaba, Bob Dylan ha marcado de todas las formas posibles nuestras sendas, incluso sin que nos demos cuenta. Y con justa razón, porque, al mismo tiempo, él ha sido capaz de trascender en todo lo que nos rodea sin más ambición que -como señala en No Direction Home (Martin Scorsese, 2005)- volver a lo que considera el hogar. Un anhelo fundamental y humano y tal vez la única constante en el recorrido de este autor.