Cine peruano y el trauma colectivo

En días convulsos en que la conservadora Coordinadora republicana ha quebrado la institucionalidad democrática y la represión policial en las calles ha cobrado víctimas civiles, vuelven a aparecer tópicos que parecían olvidados después de veinte años de sucesión democrática, como la figura de las ternas (policías infiltrados impuestos por Fujimori y que se suponía ya no existían) realizando detenciones ilegales, las acusaciones de conservadores de que los jóvenes que marchan son terroristas senderistas, que confirman la filiación política fujimorista de varios congresistas que votaron a favor de la vacancia con el secreto interés de postergar las elecciones del próximo año. No es de extrañar, entonces, que la filmografía del Perú reciente haya traído a colación traumas enraizados en la sociedad peruana, que vuelven a aparecer como una manifestación del inconsciente colectivo de un pueblo que esta vez salió a las calles a defender la democracia.

Como si los temas no resueltos por nuestras sociedades siempre volvieran a aparecer, en la confirmación de que la basura debajo de la alfombra tarde o temprano tenderá a salir a la superficie, el cine latinoamericano ha visibilizado procesos políticos que no han tenido un cierre adecuado, casos judiciales donde se ha instalado la impunidad, desigualdades estructurales que lejos de ir cerrando brechas las acrecientan, en un gesto de rescate de la memoria, de la reinterpretación de historias oficiales desde la otredad y del rol social que muchas veces cumple, constituyendo un aporte a la convivencia democrática. Ocurrió en Chile cuando el cine de derechos humanos insistía -y con razón- en seguir evidenciando las violaciones a los derechos fundamentales más de cuatro décadas después de la dictadura, casi como si presintiera que las graves violaciones por parte de los agentes del Estado volverían a ocurrir (como fue el año pasado durante la revuelta popular), evidenciando la urgencia de una temática que no pierde validez a pesar de los años transcurridos.

Como en una nueva ola política que se expande oscuramente por el continente y que comenzó con el golpe blando a Dilma Roussef disfrazado de juicio político -que bien retrata el documental de 2018 de la brasileña María Augusta Ramos, O Processo-, la figura del lawfare como guerra jurídica asimétrica va adquiriendo distintas variaciones, en que los propios mecanismos institucionales son manipulados de forma mañosa por sectores conservadores para derribar gobiernos democráticos. En el caso del Perú, que en estos días vive un “golpe legislativo”, el Congreso (cuya mayoría enfrenta procesos judiciales por corrupción) destituyó a un Presidente por incapacidad moral o física a seis meses de las elecciones generales a través del mecanismo de vacancia aplicada de forma inconstitucional, generando una grave crisis en un país de gran inestabilidad política que en el siglo XX enfrentó ocho golpes de Estado y en los últimos seis años tuvo cuatro presidentes.

En días convulsos en que la conservadora Coordinadora republicana ha quebrado la institucionalidad democrática y la represión policial en las calles ha cobrado víctimas civiles, vuelven a aparecer tópicos que parecían olvidados después de veinte años de sucesión democrática, como la figura de las ternas (policías infiltrados impuestos por Fujimori y que se suponía ya no existían) realizando detenciones ilegales, las acusaciones de conservadores de que los jóvenes que marchan son terroristas senderistas, que confirman la filiación política fujimorista de varios congresistas que votaron a favor de la vacancia con el secreto interés de postergar las elecciones del próximo año. No es de extrañar, entonces, que la filmografía del Perú reciente haya traído a colación traumas enraizados en la sociedad peruana, que vuelven a aparecer como una manifestación del inconsciente colectivo de un pueblo que esta vez salió a las calles a defender la democracia.

Fue el Sexto Festival Internacional de Cine de La Serena (Fecils) -realizado de manera on line y gratuita hace unos días- el que estrenó en Chile una de las mejores películas peruanas del último tiempo, La bronca, historia basada en la relación de los directores Daniel y Diego Vega con su padre emigrado a Canadá en tiempos de Sendero Luminoso en el Perú que transcurre en los ochenta, donde se exploran los intrincados vínculos entre la violencia política del país y la rabia acumulada en la relación de un hijo adolescente con un padre que busca el éxito rápido en un país que no es el suyo.

Con La bronca los hermanos directores culminan una trilogía comenzada con Octubre (2010) y El mudo (2013) donde están presentes sus propias experiencias familiares, con la figura de un padre (que se hace llamar Bob Montoya) que podría asimilarse a un país en profunda crisis, entre los que se debate un hijo enrabiado (Roberto) que ha vivido la violencia y el miedo al terrorismo, y las expresiones de una virilidad malentendida. Desde el box que practica el joven hasta los manotazos que le da a su padre en interrelaciones casuales, la bronca está enquistada en la forma de relacionarse entre hombres que arrastran consigo mismos la violencia de su territorio, por más que viajen miles de kilómetros para escapar de ella. Obsesionado por la apariencia y la actitud como las claves para hacer negocios (que finalmente no resultan), el emigrado Bob Montoya mira con desdén a quienes se quedaron en el país y trata de lidiar con su hijo adolescente del cual su madre se cansó en Lima y mandó a vivir a Montreal, enredándose en una situación de violencia por defenderlo. Con un notable manejo de la tensión emocional donde las relaciones familiares se van complicando hasta hacerse insostenibles, los hermanos Daniel y Diego Vega coronan el relato con fuertes imágenes de archivo sobre el terrorismo de Sendero Luminoso y los atentados en las calles de Lima, para contextualizar la situación política peruana a fines de los 70 y durante los 80 que dejó una profunda huella en la forma de relacionarse de toda una generación.

 

Violencia sexual contra mujeres en conflicto interno

Si en La bronca los directores exploran la rabia contenida en la masculinidad tóxica de varias generaciones marcadas por el terrorismo, en Canción sin nombre (Mención Especial de la Crítica Especializada del Festival de Cine de Viña del Mar del año pasado y actual candidata a representar al Perú en los Oscar) la directora peruana Melina León se introduce en una dimensión no abordada anteriormente por el cine peruano, como es el secuestro y desaparición de niños durante el conflicto interno. En esta ficción basada en hechos reales estrenada en la Quincena de Realizadores en el Festival de Cannes 2019, Melina León desarrolla la historia de la ayacuchana Georgina, a quien le arrebatan a su bebita recién nacida en una clínica clandestina limeña durante los años ochenta (a la cual llegó por un aviso radial), en tiempos del terrorismo de Sendero Luminoso. Con una bella fotografía en blanco y negro del reconocido director de foto peruano-chileno Inti Briones (que en esta película se estrena como productor), Canción sin nombre nos habla de la desesperación y persistencia de Georgina por encontrar a su hija arrebatada apenas cortado el cordón umbilical con la excusa de que tenían que revisarla en otro hospital, a la que ni siquiera alcanzó a conocer.

La ópera prima de Melina León nos sumerge en forma dramática en uno de los aspectos menos conocidos de las vulneraciones a los derechos humanos de las mujeres peruanas más pobres, como es el secuestro y desaparición forzada de niños/as en la época del terrorismo, que se suma a la esterilización forzada a indígenas y campesinas en tiempos de Fujimori. Sobre violencia sexual como forma de conquista en tiempos de conflicto armado y sus consecuencias para las generaciones siguientes ya nos había hablado bellamente La teta asustada (Claudia Llosa, 2009), que ganó el Oso de Oro en Berlín, con la historia de Fausta (Magaly Solier) que vive atemorizada años después del fin de la guerra interna por el miedo que le transmitió su madre (abusada sexualmente) a través de la leche materna cuando era una bebé, como una confirmación de los efectos distanciados en el tiempo de las violaciones como un trauma que afecta a las mujeres, incluso de distintas generaciones.

En la línea de las violaciones realizadas por el ejército a mujeres indígenas, en el Festival de Cine de Lima 2020 se exhibió el documental La mujer de soldado, que la directora peruana Patricia Wiesse había querido grabar quince años antes cuando realizó un reportaje periodístico en el poblado de Manta en la Provincia de Huancavilca, pero ninguna mujer se atrevía a contar los vejámenes sexuales que sufrieron por parte de los militares durante el conflicto, siendo apenas unas adolescentes que iban al colegio, a las que amenazaban con denunciarlas como terroristas. Estigmatizadas por los habitantes del pueblo como “putas del soldado”, “pellejo militar” e, incluso, discriminadas por sus propias familias, más aún si salían embarazadas, a menudo se veían obligadas a huir de su pueblo. Después de treinta años, Magda Surichaqui Cóndor, la protagonista, vuelve a su comunidad para enfrentar a su agresor en una causa judicial y se decidió a contar su verdad, cansada de que su historia fuera anónima. La película combina memorias personales de Magda y sus amigas -que pertenecen al sector más discriminado de la sociedad peruana: mujeres, indígenas quechua-hablantes y campesinas, que se reencuentran y por fin se atreven a compartir la intimidad de los abusos que sufrieron siendo unas niñas, en un ejercicio sensible y sororo donde se convencen que “no tenemos que tener vergüenza, tenemos que caminar libres”.

 

Comunidades indígenas andinas

En la película dramática Retablo (2017) de Álvaro Delgado Aparicio aparece un tópico poco abordado en la filmografía vinculada a las comunidades indígenas, como es la diversidad sexual y cómo la tradición de los pueblos originarios puede entrar en conflicto con ella. La ficción -que representó al Perú en los premios Oscar a mejor película extranjera, ganó un Teddy en Berlín y está disponible en Netflix- está hablada en quechua como sugerencia de una de las protagonistas, la actriz Magaly Solier (quien también habla esa lengua en la película coproducida por Chile, Argentina y Perú próxima a estrenarse, Lina de Lima, 2020, de María Paz González). Segundo es un joven de Ayacucho que aprende con admiración de su padre, Noé, el oficio artesanal de la realización de retablos de madera, arte peruano reimpulsado por artistas ayacuchanos e intelectuales indigenistas a mediados del siglo pasado, cuyo conocimiento los artistas populares andinos sólo transmiten a sus descendientes y discípulos con gran celo. Orgulloso del saber popular del que es heredero, el joven acompaña a su padre a entregar sus obras a distintos poblados, donde son recibidos con emoción por las familias que les encargaron un retablo con figuras que representan a sus integrantes y escenas de su vida cotidiana. Hasta que descubre un secreto que su padre/maestro ha callado y que sacará a la luz la resistencia y conservadurismo del pueblo andino, con dramáticas consecuencias familiares. Fabricados como cajas rectangulares hechas de cedro, en la película los retablos son representados con personajes vivos con un encuadre de la cámara como si los espectadores pudieran mirar la historia que cuentan desde adentro, acaso emulando una forma de verse a sí mismos retratados en su propio prejuicio y discriminación. 

La primera película hablada en aymara, Wiñaypacha (2017) de Óscar Catacora (disponible en Centro Arte Alameda TV) muestra con actores naturales el abandono que sufre la pareja de ancianos Willka y Phaxsi, que sobreviven en la miseria y la soledad en las alturas altiplánicas en la interminable espera de que su único hijo vuelva a verlos. Para conseguir la bella fotografía de paisajes a más de cinco mil metros de altura, el equipo de producción encontró las locaciones adecuadas frente a un monte sagrado, para lo cual debió pedir permiso a la comunidad quechua en la cual se encontraba. Como dato anecdótico, inicialmente los quechuas pidieron a cambio de la autorización que la película (que estaba en aymara) fuera hablada en quechua, solicitud imposible que finalmente se tradujo en una versión hablada en aymara con subtitulado quechua que fue exhibida en esa comunidad. Wiñaypacha se constituyó en un símbolo de la situación de las y los indígenas en el Perú y fue exhibida en la televisión pública peruana en 2018.

Por su parte, el primer filme peruano hablado en quechua y otros filmes de directores peruanos clásicos de los sesenta y setenta, como el prolífico Federico García, son parte de la valiosa base de archivos en que se sustenta el documental peruano La revolución y la tierra (2019) de Gonzalo Benavente, que a cincuenta años de la Reforma Agraria del Perú indaga en la revolución generada, paradojalmente, por el gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas de Velasco Alvarado, que impulsó la revolución de la tierra desde arriba para evitar que estallara desde abajo. La revolución y la tierra constituye un documento inédito sobre un período poco conocido en la historia reciente del país vecino, que se revisita a partir de un número importante de filmes que en la época de la Reforma Agraria daban cuenta de las diferencias de clase entre el campesinado y los hacendados.

Con referencias a la fotografía en blanco y negro del artista cuzqueño de fines del siglo XIX Martín Chambi para captar la calma del flujo temporal andino, Samichay (2020), del director peruano Mauricio Franco Tosso, recurre a la ausencia de color para transmitir la sensorialidad de los 4.000 metros de altura de las comunidades del Cuzco donde se filmó, en una película híbrida que transita entre la ficción y el documental, en que participan actores no profesionales y el consagrado (después de Retablo) Amiel Cayo, que también realizó la música de este filme, exhibido en el Festival de Cine de Lima de este año y hablado completamente en quecha. Fue justamente Cayo quien apoyó al director en la comunicación con los habitantes de las comunidades, vínculo en que Mauricio Franco aplicó conceptos etnográficos como la representación en vez de la actuación y la puesta en situación en vez de puesta en escena para conseguir la naturalidad de la historia de Celestino, que emprende un viaje con su vaca Samichay que funciona como un recorrido de autodescubrimiento en el contraste entre la modernidad y la forma de vida ancestral en Los Andes. La ópera prima de Franco es una fábula donde la vaca Samichay representa la genuina amistad con su solitario dueño que se resiste a abandonar sus costumbres tradicionales, donde la cámara acompaña el camino de ambos en un despampanante paisaje andino de texturas y sensaciones, en largos y calmados planos que en algunos momentos se convierten en circulares (travelling en 360 grados), como el inicio y el fin de un modo de vida en las alturas andinas.