Informe XVII Sanfic (III): El cine chileno en las competencias

Con mayor o menor asertividad el cine chileno visto en Sanfic busca tematizar los conflictos que vieron luz en el estallido social y han llevado al actual proceso constituyente. Creo que parte de una expectativa que está implícita en esto, tiene que ver con los destinos del cine en este nuevo marco constituyente y pandémico.

Los festivales de cine son un espacio ideal para tantear terreno respecto al cine local. A lo largo del recorrido festivalero, las propuestas terminan por instalarse, con más o menos rapidez. Con algo de suerte, alguna de esas películas entrarán posteriormente a un circuito de distribución mayor. Otras entrarán a circuitos más pequeños, con esforzado trabajo de estreno, y bastantes, tendrán como único ciclo vital el circuito festivalero. Desde acá, es interesante perfilar la “pugna” entre festivales por tener el cine chileno de mayor proyección. En todo sentido se trata de algo curatorial. Un botón: se sabe que muchos documentales privilegian Fidocs como competencia, la que se prioriza como ventana de estreno, o que la línea que trabaja FicValdivia se vincula con un registro más experimental. El caso de Sanfic no es tan claro: podría decirse que una de las dificultades mayores del festival ha sido la de perfilar esta competencia, por lo general, sin un ángulo curatorial muy claro, aunque representativa de la diversidad de tendencias (que pueden ir desde ficciones de aspiraciones más comerciales, a películas más temáticas, pasando por documentales de autor o más institucionales).

El cine chileno presente en Sanfic este año- en la competencia internacional y nacional- estuvo no sólo diverso, si no también dispar. Con esto me refiero que hay gala de cosas muy diferentes entre sí, pero también películas que difieren en calidad. Sí creo es posible instalar la hipótesis que se trata de un cine que continúa y profundiza determinado abordaje a temáticas sociales desde géneros como el drama o el documental, que en este momento post-2019 exacerba el abordaje de temáticas socioambientales o territoriales que son de interés público. Con mayor o menor asertividad el cine chileno visto en Sanfic busca tematizar los conflictos que vieron luz en el estallido social y han llevado al actual proceso constituyente. Creo que parte de una expectativa que está implícita en esto, tiene que ver con los destinos del cine en este nuevo marco constituyente y pandémico.

Quizás una de las películas que más claramente se hace eco aquí es Primera de Virgilio Bravo, documental que, hasta ahora, es el más completo y técnicamente resuelto sobre el estallido social. El filme de Bravo tiene una mirada testimonial y retrospectiva, alimentado por una serie de protagonistas, a quienes les tocó estar en plena revuelta social, ya sea abriendo espacio desde la primera línea de la marcha, o atendiendo pacientes afectados por la violencia policial. Bravo se apoya de buen registro in situ, grabado con paneos, drones y travellings durante las protestas. Utiliza, además, archivos de prensa, que van estableciendo una cronología del conflicto- diversos “hitos” como el “esto no prendió” o “estamos en guerra con un enemigo poderoso”, declaraciones que establecen una clara línea de tiempo en la escalada de protestas. El documental de Bravo es útil para difundir información, cuenta con buena investigación y selección de casos, aunque también es cierto que parece ser un registro pensado más bien para un público internacional que nacional, adoleciendo de una hipótesis o un punto de vista más original en el abordaje. Así y todo, se trata, por lo visto, del mejor documental sobre el estallido hasta ahora.

Películas como Nidal, de Josefina Pérez-García y Felipe Sigala; Dominio Vigente- El valor de la tierra de Juan Mora Cid, Gran Avenida, de Moisés Sepúlveda;  y Karnawal, de Juan Pablo Félix, a sus maneras, marcan acercamientos y temas de todo interés en la actual coyuntura. Nidal se trata de un documental observacional- en la escuela “MAFI”- que aborda la transformación del paisaje costero a la luz del avance de las inmobiliarias. Visualmente muy bien resuelto- me refiero al encuadre y la fotografía- el ejercicio de observación silencioso tiene buenos hallazgos, sumamente ilustrativos, y varias derivas poéticas, con un montaje a ratos más rítmico, otras asociativo o netamente atmosférico, pero cuyo déficit central es la síntesis y la organización ideológica del sentido general, elemento que dispersa y disgrega bastante la problemática abordada. Dominio Vigente- El valor de la tierra acierta en la temática, que toma el conflicto territorial instalado en las tierras mapuche, a partir del relato de un heredero que viene a recorrer el lugar, tensionado entre empresas compradoras y habitantes de pueblos originarios despojados. El encuentro entre el heredero y la cultura ancestral abre una zona de crisis personal que lleva al filme a un denso clima psicológico. Este “thriller” social, posee un claro interés temático y estético, aunque lo cierto es que tanto el guion como el montaje a ratos aquejan de ritmo en los giros narrativos y resoluciones, priorizando los “climas de extrañamiento” más que la mecánica narrativa elegida.

Karnawal (ganadora de competencia chilena)por su parte, nos lleva al norte, al territorio frontera entre Bolivia y Chile, para abordar desde el punto de vista de un adolescente la tensa relación con su padre. Aquí nos sumergimos a la vivencia de un chico bailarín de danza tradicional, la mala relación con su padrastro, y la búsqueda de su propia identidad. Con el fondo del paisaje multicolor del carnaval nortino, y la multitonalidad de acentos, lo cierto es que el relato está resuelto con bastante ritmo, contando con interpretaciones sólidas, ganando interés con la aparición del personaje del padre. Del coming-of- age a la narrativa criminal, pasando por road movie, el fondo del filme no pierde foco respecto al triángulo afectivo entre él, su madre y padre, encontrando en un determinado realismo dramático una llave de salida clara su relato.

Gran Avenida nos lleva a Santiago, pero, como en los otros dos casos, desde la perspectiva de grupos sociales menos abordados históricamente, como son las capas medias y medias bajas urbanas, de las cuales viene instalándose una narrativa local interesante desde películas como La buena vida (2008), Perro muerto (2010) y Volantín Cortao (2013), . Más que insistir en los padecimientos de la precariedad desde un miserabilismo tortuoso, el esfuerzo del director pasa por construir un espacio de representación afectivo, humano, que toca la fibra sensible de las expectativas personales, los errores y la aceptación del otro como ejes, en el telón de fondo de oficinas, fábricas o turnos de dentistas. Moisés Sepúlveda busca tocar una tecla edulcorada desde una identificación que apela una “estructura de sentimiento” vinculada a la gran ciudad y a los acontecimientos dramáticos que acompañan una determinada idea de “realidad social” – rutina, trabajo, familia. No sin algo de paternalismo o compasión, lo cierto es que las historias están bien tejidas y las actuaciones muy bien resueltas, a tono, con distintos “turning points” que avivan la cueca narrativa.

Películas con menor o genérico interés, para mí, fueron Zoila, Lo habitado e Y sólo el amor resucita. El primero, un documental en primera persona en torno a la figura de Zoila, la “nana” de la directora que de un día para otro decide irse de su casa, lo cual habría dejado una huella traumática lo suficientemente interesante y relevante- según la directora- para que tengamos que escuchar y saber de sus culpas de infancia. Evidente, viene el reencuentro, y ahora Zoila aparece con nitidez, siendo algo esquiva para la cámara. El documental no sobrepasa un límite infranqueable con el otro, aunque las preguntas por la legitimidad y el lugar –de clase, por ejemplo- nunca terminan por aparecer. Lo habitado es una ficción en torno a la fantasía de una casa Okupa, discusiones de veinteañeros perdidos y algún condimento experimental que nos hablaría de un vacío existencial que en manos de Garrel quizás habría encumbrado, pero acá no. Asuntos algo remanidos de crisis de identidad y radicalismos políticos universitarios se dan cita en una serie de diálogos aquejados de pretensión, pero con poca verosimilitud y profundidad.Y sólo el amor resucita es un documental que busca retratar y rescatar al muralista Fernando Daza, fallecido el año 2016. Conocido por su mural sobre Gabriela Mistral en el Cerro Santa Lucía, el documental da cuenta de un personaje con mucho recorrido y obra que merece ser reconocida en su diálogo con la poesía de Neruda y los acontecimientos políticos el siglo XX. De interés artístico y patrimonial, me cabe la duda sobre su inclusión en la competencia.

Dos películas chilenas se incluían en la competencia internacional. Estas eran: Un lugar llamado dignidad de Matías Rojas Valencia y Gaucho Americano de Nicolás Molina. Tal como quedó señalado por Angie Franken en este mismo sitio, se trata, quizás, junto a Cantos de represión (2020) de lo mejor realizado hasta ahora sobre Colonia Dignidad. Si en Cantos... se aborda el clima pastoril que esconde secretos de una comunidad dividida internamente a partir de su complicidad con el crimen y el abuso sexual, Un lugar...coincide en recrear la atmósfera perversa, con licencias alegóricas diversas que giran en torno a la figura del mandamás Paul Schäfer y su complicidad con los crímenes de dictadura (cuya interpretación suma un nuevo monstruo del cine chileno contemporáneo). Nuevamente, aquí, la atmósfera se prima por sobre el avance narrativo, aunque la puesta en escena -en los campos de arado o las composiciones de los cuerpos intra-muros- destacan por sólidas y torcidas.

Gaucho Americano es otro documental en la “escuela Mafi” del plano, con un director que ya tiene un recorrido con la notable Los castores (2014) y la interesante y bien editada Flow (2018). Acá se aborda el caso de dos gauchos patagónicos contratados como pastores de rebaño en el oeste de Estados Unidos. Se trata de un relato sobre trasplantados, donde el choque cultural tiene el centro del relato, en paisajes extraordinarios que recuerda los westerns de Howard Hawks o John Ford. Con menos “caracterización” que Los castores pero más relato que Flow, lo cierto es que el documental no termina por decidir si ceder lugar a los conflictos o al espacio lo que levanta hacia el segundo tercio, al aparecer con nitidez una suerte de competencia implícita entre los dos gauchos, y el fracaso de uno de ellos. Con todo, se trata de un documental local muy sobre la media, con una coherencia y rigor enorme en el tratamiento.