Informe XXVI FICValdivia (3): Búsquedas del nombre propio

En medio de unas semanas recientes agitadas, ha costado escribir sobre lo ocurrido en FICValdivia este año. Supe, eso sí, desde un inicio que iba a escribir sobre las tres películas de esta revisión: dos de ellas premiadas en el festival. Hablo de Lina de Lima (María Paz González, ganadora competencia nacional); Historia de mi nombre (Karin Cuyul, 2019) y Visión Nocturna (Carolina Moscoso, premio especial del jurado competencia nacional). Una ficción y dos documentales muy diferentes entre sí que apenas tienen en común el ser realizadas por tres directoras mujeres, que renuevan algunos enfoques y discusiones sobre cine, identidad y política.

En medio de unas semanas recientes agitadas, ha costado escribir sobre lo ocurrido en FICValdivia este año. Supe, eso sí, desde un inicio que iba a escribir sobre las tres películas de esta revisión, dos de ellas premiadas en el festival. Hablo de Lina de Lima (María Paz González, ganadora competencia nacional); Historia de mi nombre (Karin Cuyul, 2019) y Visión Nocturna (Carolina Moscoso, premio especial del jurado competencia nacional). Una ficción y dos documentales muy diferentes entre sí que apenas tienen en común el ser realizadas por tres directoras mujeres, que renuevan algunos enfoques y discusiones sobre cine, identidad y política.

Lina de Lima de María Paz González, ganadora de la competencia nacional. Segunda película de la directora, luego del documental autobiográfico Hija (2011), en su actual filme González confirma el gusto por el relato y la construcción de personajes interesantes. Pues si Hija podría ser comprendido como un documental con mucho de melodrama y comedia, Lina de Lima cuenta con la paradoja de ser un musical de tremenda carga documental, abordando una problemática social viva en nuestro país: la de las mujeres migrantes que vienen a trabajar a nuestro país. Lina, su protagonista, es una empleada doméstica de origen peruano trabajando en un barrio de clase alta. A partir de aquí, lejos de dar una visión compasiva o miserabilista, como podría haber sucedido en otras películas que han tocado el tema, como Ulises (2011) de Oscar Godoy, una de las gracias del filme está en el tono elegido de narración, así como en la construcción de un personaje con motivaciones nítidas, no desdibujadas o “pasivas”. 

Lina trabaja en Santiago y como muchas mujeres migradas debe enviar dinero a su hijo. En una casona en construcción en pleno verano capitalino, debe lidiar con los maestros que trabajan en la casa, la hija del dueño de casa que está ausente, mientras un aburrido sopor la inunda en un estático barrio residencial de Huechuraba. Estando lejos de su familia, pero así también separada de su ex, Lina lidia con su propia frustración de no poder estar al otro lado pero también con respecto a su propio deseo. En un tono de comedia, Lina revisa Tinder mientras tiene citas esporádicas con hombres. El particular carácter de Lina la aleja de una mujer anacrónica que se representa como un otro arcaico: se trata de una mujer que aún en su situación de precariedad, tiene capacidad económica y sustenta su hogar al otro lado de la cordillera, además de ser capaz de negociar desde su propio deseo sexual, stalkear por el celular, etc.

Otro punto a favor de Lina de Lima está dado por los sketchs musicales, cada “cuadro” cuidado con mucho detalle y selección bajo melodías andinas, cumbieras y románticas. Cada una de estas secuencias amerita un análisis aparte en términos de dirección de arte y fotografía, pero lo cierto es que la estructura realizada en el filme no le hace asco a adscribirse en la estructura del musical clásico, con sus secuencias organizadas en torno al conflicto central que homenajean o se apropian de Berkeley, Minnelli, pero también de Gilda y las coregorafías de cumbia chicha andina. Aunque aqueja de algunos temas de ritmo narrativo, particularmente al inicio, lo cierto es que Lina de Lima va agarrando vuelo e interés en la medida de su desarrollo, una vez que el personaje y los números musicales se asientan. Por todas estas razones, la película de González, aunque imperfecta, suma interés y cariño por sus personajes, proponiendo una relectura en la bajada ética de la representación del otro: en este caso mujeres migrantes de primera generación del siglo XXI.

Desde otro ángulo, Historia de mi nombre de Karin Cuyul propone una relectura de la generación de los “hijos” de militantes políticos de izquierda, en una larga trama de discusión del documental chileno en torno a los ejes que se han dado a llamar de “post-memoria”. Se trata, como indica su título, de la búsqueda de su nombre, que en realidad es la búsqueda de identidad de su propia protagonista mientras reconstruye sus memorias de infancia sucedidas en la década del noventa. Particularmente interesante es que esta revisión sobre la generación de “hijos” esté ambientada y reconstruida desde la década del noventa y las memorias de la transición. Mientras Cuyul revisa su pasado familiar a la búsqueda de claves de comprensión, desfila en el “off” y en el relato histórico el proceso político de la década del noventa, el silencio y la exclusión de quienes pensaron distinto y la amarga decepción que significó para muchos la transición de los gobiernos de la concertación. Entre el reclamo y la melancolía, Cuyul busca confrontar “su” verdad con la de sus padres, mientras el paisaje de norte y sur redibuja un trazado afectivo de unas vidas que no encontraban lugar en ese período. La revisión de Cuyul nos lleva al FPMR y, particularmente, a una imagen que nunca vemos pero está completamente presente en el documental, la transmisión del testimonio de Karin Eitel en TVN durante la dictadura como “trofeo” de la CNI.

Historia de mi nombre posee un estilizado tratamiento. La historia se reconstruye desde un texto íntimo y reflexivo que no para de preguntarse sobre su memoria de infancia en la transición, mientras en cámara la geografía de los habituales viajes y cambios de ciudad que hicieron sus padres son vistos en la actualidad. Se trata de planos fijos de un Chile residual que va de norte a sur, en un ejercicio que recuerda el rigor estructural de Akerman, los que se complementan con archivos caseros familiares del período desde una textura de vhs, son materiales que son revisados y analizados por la propia voz. Al cierre Cuyul cae en el dispositivo del “develamiento”, mientras se repite ese habitual trauma edípico de los documentales de “hijos”, acusando el silenciamiento de sus padres por culpa de la militancia. Esta parte -cuestionable- se equilibra con el reconocimiento y reflexión del “no-lugar” que tuvieron las opciones de militancia de izquierda durante el período (una suerte de homenaje). La trama de la memoria de Cuyul sirve de trastienda para comprender parte del estallido de hoy desde una fuerza que pulsa de lo reprimido.

Visión nocturna, de Carolina Moscoso, es otra inmersión al interior de un relato autobiográfico, en este caso la reconstrucción de un hecho traumático como es el de una violación. De manera opuesta al documental de Cuyul, los materiales utilizados son en un 100% de registros caseros de una cámara, en este caso de hace unos 10 años. El documental toma el riesgo del abandono de la voz off y el relato construido en textos sobre pantalla, construyendo el relato en dos tiempos: por un lado, la reconstrucción testimonial, policial y jurídica del caso a lo largo de varios años, los que se presentan de forma casi impersonal en el texto sobre pantalla; por otro, los registros caseros de cámara que no refieren a los hechos de forma literal, que están compuestos por paseos, encuentros con amigos y autorretratos. Ambas líneas van en paralelo y se topan a ratos, a partir de la significación que toman algunas imágenes en el montaje. Son imágenes cotidianas que pasan a un grado de abstracción metafórica debido al relato central, con efectos lo-fi, baja intensidad y "night shot" de cámara. Se trata, evidentemente, de un relato de reconstrucción y resiliencia, mientras en el aspecto institucional vamos observando las diversas dificultades jurídicas y médicas para esclarecer el caso (con una violencia clara e implícita, llena de sesgos). Es, de hecho, una dimensión de reparación y justicia que nunca llega y que el filme asume como justicia simbólica (por ejemplo, el llamado “derecho al tiempo”, para que las causas no prescriban). Esta película, como la de Cuyul, adquiere aspectos políticos al pensar el movimiento feminista del 2018, que en este caso busca reflexionar y denunciar las condiciones institucionales para la reparación y justicia de los casos de violaciones a mujeres en Chile. Una película valiente y que en términos creativos hace uso de una precariedad material punk y una suerte de experimentación visual y sonora, alejándose de algunos recursos mayormente habituales en documentales de denuncia y temáticos.

Estas tres películas, en sus variedades y diferencias en tratamientos y temas, renuevan los abordajes del cine chileno a determinadas temáticas como son: la migración, la memoria generacional y la desigualdad de género, desde identidades que, en definitiva, politizan la búsqueda de un nombre propio. Se trata, como lo que ocurre por nuestros días, de la necesidad de patentar la fuerza enunciativa de ese reconocimiento, un “yo” que se implica desde ese lugar en la trama de lo social.